jueves, 6 de septiembre de 2012

Veo a un México que llora...


jueves, 06 de septiembre de 2012. 

Veo una calle desierta, donde corre el polvo y el viento; las caras tristes a través de los cristales de los segundos pisos; los taxis que no se detienen a miramientos; los camiones sin personas sujetas de las barras, que llevan sus asientos ocupados por el vacío que han dejado la ilusión y la esperanza; algunas madres entran a las primarias, toman a sus hijos de las filas en donde tres o cuatro niñas lloran sin lágrimas, y piden, entre gemidos, la presencia de sus padres, o de Dios, que ahora se ya se mira muy lejos: ¿Por qué nos has abandonado?. Veo también las tiendas cerradas, las rejas canceladas, los comercios en paro. Parece que por aquí ha pasado la muerte, atestando a la ciudad golpes con su guadaña afilada. La negación a morir causa la reclusión entre cuatro paredes, bajo umbrales borrascosos, apenas iluminados por la luz pálida que entra de la calle. Quizá bombas caen sobre La Moneda, o tal vez a la Casa Rosada la deshacen los kilotones de Videla. Es probable, también, que por la radio la junta militar pronuncie las órdenes del día: “No hablar, sólo callar”; y así, de esta manera, entierren en lo más profundo de los océanos los corazones de nuestra patria, que no es otra sino la que vinieron a fundar los hombres de bronce. Porque no estoy en Chile ni en Argentina, estoy escondido bajo las nubes grises de ésta, la que un iluminado nombraría, la región más transparente: México. Corre el siglo XXI. Las esperanzas se van con los segundos, y al futuro lo llena el vacío. Eso parece.

domingo, 2 de septiembre de 2012

"El hechizo para el amor eterno", leyenda Sioux.

Cuenta una vieja leyenda de los indios Sioux, que una vez llegaron hasta la tienda del consejero de la tribu, tomados de la mano, Toro Bravo; el más valiente y honorable de los jóvenes guerreros y Nube Azul; la hija del cacique y una de las más hermosas mujeres de la tribu.

––Nos amamos...––empezó el joven.

––Y nos vamos a casar....––dijo ella.

––Y nos queremos tanto que tenemos miedo, queremos un hechizo, un conjuro o un talismán, algo que nos garantice que podremos estar siempre juntos, que nos asegure que estaremos uno al lado del otro hasta encontrar la muerte.

––Por favor ––repitieron–– ¿Hay algo que podamos hacer?

El viejo los miró y se emocionó al verlos tan jóvenes, tan enamorados y tan anhelantes esperando su palabra.

––Hay algo ––dijo el viejo–– pero no sé... es una tarea muy difícil y sacrificada. Nube Azul ––dijo el brujo––, ¿ves el monte al norte de nuestra aldea? Deberás escalarlo sola y sin más armas que una red y tus manos. Deberás cazar el halcón más hermoso y vigoroso del monte; si lo atrapas, deberás traerlo aquí con vida el tercer día después de luna llena. ¿Comprendiste?

––Y tú, Toro Bravo ––siguió el brujo––, deberás escalar la montaña del trueno. Cuando llegues a la cima, encontrarás la más brava de todas las águilas y solamente con tus manos y una red, deberás atraparla sin heridas y traerla ante mí, viva, el mismo día en que vendrá Nube Azul. ¡Salgan ahora!

Los jóvenes se abrazaron con ternura y luego partieron a cumplir la misión encomendada, ella hacia el norte y él hacia el sur.

El día establecido, frente a la tienda del brujo, los dos jóvenes esperaban con las bolsas que contenían las aves solicitadas. El viejo les pidió que con mucho cuidado las sacaran de las bolsas, eran verdaderamente hermosos ejemplares...

––Y ahora qué haremos... ––preguntó el joven––. ¿Los mataremos y beberemos el honor de su sangre?

––No –– dijo el viejo.

–– ¿Los cocinaremos y comeremos el valor en su carne? ––propuso la joven.

––No ––repitió el viejo––. Harán lo que les digo: tomen las aves y átenlas entre sí por las patas con estas tiras de cuero, cuando las hayan anudado, suéltenlas y que vuelen libres.

El guerrero y la joven hicieron lo que se les pedía y soltaron los pájaros, el águila y el halcón intentaron levantar vuelo pero sólo consiguieron revolcarse por el piso. Unos minutos después, irritadas por la incapacidad, las aves arremetieron a picotazos entre sí hasta lastimarse.

––Este es el conjuro. Jamás olviden lo que han visto, son ustedes como un águila y un halcón, si se atan el uno al otro, aunque lo hagan por amor, no sólo vivirán arrastrándose, sino que además, tarde o temprano, empezarán a lastimarse el uno al otro. Si quieren que el amor entre ustedes perdure:

“Vuelen juntos... pero jamás atados”

jueves, 12 de julio de 2012

Texto íntegro del discurso de López Obrador - Compartir!! NO A LA IMPOSICIÓN

AL PUEBLO DE MÉXICO

Texto íntegro del discurso de López Obrador
REFORMA / Redacción
Ciudad de México (12 julio 2012).- Empiezo diciendo que la minoría que domina en el país, decidió, de tiempo atrás, para mantener el régimen de corrupción que les beneficia, imponer a Enrique Peña Nieto como Presidente de México.
La estrategia que pusieron en práctica consistió en utilizar sus medios de comunicación y mediante la publicidad introducirlo al mercado para hacerlo figura nacional.
Televisa, Milenio y muchos otros, se dedicaron a proyectar una imagen de Peña Nieto que no corresponde a lo que es y representa.
Con esa fórmula, durante mucho tiempo, Peña Nieto mantuvo una gran popularidad, pero en la campaña las cosas empezaron a cambiar. Poco a poco, la gente se fue enterando por las redes sociales y por otros medios no convencionales, que se trataba de un engaño, de una farsa.
El 6 de mayo se celebró el primer debate y, aun cuando no se transmitió en los canales de mayor audiencia, millones de mexicanos se percataron de que Peña Nieto perdió el debate y quedó evidenciado como el candidato del grupo más corrupto de México.
Posteriormente, el 11 de mayo, Peña Nieto asistió a la Universidad Iberoamericana. Los estudiantes lo encararon y su torpe y autoritaria respuesta, secundada por los políticos que lo rodean, así como la distorsión de los hechos en los medios de comunicación, en particular de Televisa, dio lugar al movimiento #YoSoy132.
A partir de entonces, esta expresión estudiantil, con la demanda del derecho a la información y de no permitir la imposición de Peña Nieto, empezó a despertar a otros jóvenes en todo el país y a sacudir las conciencias de los ciudadanos, sobre todo, de las clases medias de México.
Después de este importante acontecimiento, empezó a crecer el rechazo hacia Peña Nieto y se precipitó su desplome en cuanto a las preferencias electorales. El jueves 31 de mayo, el periódico Reforma dio a conocer una encuesta en la cual la diferencia entre Enrique Peña Nieto y mi candidatura era de apenas 4 puntos. Días después, del 31 de mayo al 4 de junio, nuestro equipo técnico levantó otra y el resultado ya nos daba 2 puntos de ventaja.
Al percatarse sus patrocinadores que Peña Nieto se estaba cayendo, desesperados buscaron reforzar su estrategia mediática y consiguieron el apoyo del ex presidente Vicente Fox. Al mismo tiempo, iniciaron la guerra sucia en mi contra, en contubernio con los personajes que ejercen más influencia en el Partido Acción Nacional.
Sin embargo, lo más perverso e ilegal, fue la determinación de reclutar y alinear a los gobernadores del PRI para encargarles que se ocuparan de obtener votos a como diera lugar, sin escrúpulos morales de ninguna índole.
El 12 de junio, en Toluca, en la casa oficial del gobernador del Estado de México, se reunieron 16 gobernadores del PRI con Peña Nieto y su equipo de campaña. Ahí, se asignaron cuotas de votos por mandatario.
Por ejemplo, Eruviel Ávila, gobernador del Estado de México, se comprometió a conseguir 2 millones 900 mil votos que, casualmente, fue lo que obtuvo Peña Nieto en el Estado de México.
La confabulación de los gobernadores en el Estado de México se tradujo en utilizar recursos del presupuesto público de los estados para comprar millones de votos en todo el país.
Una prueba bien documentada de lo anterior fue el modo en que operó el gobernador de Zacatecas, Miguel Alonso Reyes, el cual asignó a sus principales colaboradores, por distrito y municipio, y está demostrado que manejar n chequeras con millones de pesos para la compra de votos.
En la práctica, en todo el país, el sufragio se adquirió con dinero en efectivo, con tarjetas para la obtención de mercancías, con despensas, materiales de construcción, fertilizantes y otras dádivas.
A los cuantiosos recursos económicos de procedencia ilícita que se ejercieron para la compra de los votos, habría que sumar miles de millones de pesos gastados en publicidad, en encuestas hechas a modo y en el pago a qui nes ejecutaron y apoyaron directa o indirectamente este vergonzoso plan. Todo ello, obviamente, rebasa con creces el tope de gastos de campaña establecido en la ley.
El operativo masivo de compra de votos se llevó a cabo antes y durante el día de la elección. Un caso emblemático es el de los monederos electrónicos de las tiendas Soriana, comercios que fueron vaciados por multitudes d l Estado de México, que canjearon tarjetas al día siguiente y en los días posteriores a la elección.
Aunque la compra del voto se dio prácticamente en todo el país, fue más acentuada en las zonas donde viven los más pobres de México, en especial en el medio rural. En estos lugares se registró el mayor nivel de participa ión ciudadana del país, contrario a lo sucedido en las anteriores elecciones presidenciales y superior a la media nacional registrada en los actuales comicios.
Por ejemplo, en los tres distritos con más población rural de Yucatán, se registró una participación promedio del 86 por ciento. En Chiapas, la participación ciudadana, con respecto al 2006, se incrementó en 118 por cien o y el PRI consiguió 506 mil votos de más.
Asimismo, en las casillas no urbanas, que son el 35 por ciento del total, Peña me gana, entre comillas, con 2 millones 801 mil 042 votos, lo que representa el 85 por ciento de su supuesta ventaja a nivel nacional.
No puede dejar de indignar y entristecer, el constatar, que los responsables de la desgracia de millones de mexicanos, encima de todo, utilicen a sus víctimas, en particular a los más pobres y desinformados, para sostene su funesto poder económico, político y mediático.
Además, fueron introducidas a las urnas ilegalmente infinidad de boletas marcadas a favor de Peña Nieto.
Las pruebas y testimonios que hasta ahora tenemos, nos permiten sostener que se compraron 5 millones de votos, aproximadamente. Tan solo en el Estado de México, Veracruz y Chiapas se adquirieron alrededor de 2 millones d votos.
En razón de lo anterior, y sin tomar en cuenta otras violaciones flagrantes a la Constitución y a las leyes en la materia, podemos resumir que en elecciones libres, la mayoría de estos ciudadanos no hubiesen votado por Peña Nieto.
Estamos ante un hecho completamente atípico. Baste decir que en las 902 casillas especiales que se instalaron en todo el país, donde sufragaron libremente los ciudadanos, el resultado fue completamente distinto: por Josefina Vázquez Mota 27.8%, por Enrique Peña Nieto 28.1%, por mi candidatura 41.0%, por Gabriel Quadri 1.6%, por candidatos no registrados 0.2% y los votos nulos 1.2%. En este tipo de casillas Peña solo gana en 4 estados de las 32 entidades de la República.
En suma, el sesgo que significó la compra y manipulación de millones de votos, no permite dar certeza a ningún resultado ni al proceso electoral en su conjunto.
En el terreno estrictamente legal, se violó el Artículo 41 de la Constitución, que establece que las elecciones deben de ser libres y auténticas.
En consecuencia, el día de hoy, en los términos que establece la ley, presentaremos el juicio de inconformidad para demandar la invalidez de la elección presidencial.
Llamo a todos los mexicanos a no permitir que se viole impunemente la Constitución y se cancele, en los hechos, la vía democrática.
Proceder de otra manera sería renunciar a nuestros derechos fundamentales y admitir la antidemocracia como forma de vida y como sistema de gobierno.
A mediados de la semana próxima, daremos a conocer el Plan Nacional para la Defensa de la Democracia y de la Dignidad de México.
Todo lo que hagamos será en estricto apego a nuestros derechos ciudadanos consagrados en la Constitución.
En especial, reitero que siempre actuaremos por la vía pacífica. No daremos ningún pretexto para que los violentos nos acusen de violentos.
No aceptemos que la corrupción domine por entero la vida nacional. Luchemos por el renacimiento moral de México.
Ciudad de México, 12 de julio de 2012

sábado, 16 de junio de 2012

¿Y nuestra humanidad, apá?


Nota de enfermería: 14:28.- “Ingresa la señora J.M.H., de la tercera edad (96 años), al servicio de urgencias (traída por familiar en portaequipaje de camioneta) consciente, orientada, neurológicamente conservada; con patrón cardio-respiratorio sin alteraciones importantes. Piel deshidratada y pálida, deformidad en miembro pélvico derecho a nivel de tercio proximal con edema y equimosis. Se sospecha fractura de fémur e impacto óseo de pelvis. Refiere el familiar que la señora J.M.H., tuvo una caída de su propia altura desde tres días anteriores al ingreso hospitalario; como la señora vive sola, no pudo trasladarse a urgencias.
“Se coloca venoclisis no. 18, en vena braquial, se administran analgésicos y se monitoriza. A resultados de rayos x se confirma: fractura de fémur en cuña en tercio proximal con riesgo de pérdida de la continuidad de tejidos blandos. No se inmoviliza y se busca traslado al hospital de tercer nivel.
“El traslado no puede ser tramitado por trabajo social porque los familiares de la señora no se encuentran dentro del hospital. Los policías refieren que la familia abandonó el hospital para ir a comer. Hasta el final del turno (20:00) los familiares no regresan a la sala de urgencias.  
“19:30.- La señora J.M.H., se mantiene estable a lo largo del turno. No presenta deterioro neurológico. Patrón ventilatorio eficiente para mantener perfusión cerebral. Hemodinámicamente estable, pasa al siguiente turno.”
José  Bermúdez
Enfermero / Urgencias

Los individuos sometidos a limitaciones a causa de su salud o relaciones con ella, no pueden asumir el autocuidado o el cuidado dependiente, y precisan, entonces, de alguien que resuelva sus necesidades más básicas.
Parafraseo a Dorotea Orem y a su teoría del déficit del autocuidado: un individuo enfermo está limitado en el cuidado de sí mismo, lo que hace necesario que alguien más cuide de él. ¿Pero qué sucede cuando ese alguien más no está dispuesto a cuidarlo y  resolver sus necesidades más básicas? Una respuesta rápida: el individuo enfermo muere. Si nos remontamos a la Guerra de Crimea (1853-56) podemos encontrar que Florence Nightingale se dio cuenta de que si nadie cuidaba de los heridos, estos generalmente, al cabo de unos pocos días, morían, y no por las heridas de guerra, sino por complicaciones nosocomiales. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo disminuir las cifras de mortalidad, que eran tan grandes en esos momentos? Ahora se conoce una respuesta: dar cuidados, sanar, ayudar a la recuperación. Con su estatuto: poner al paciente en las mejores condiciones para que la Naturaleza actúe sobre él; nacía la enfermería.
Sin embargo, a pesar de que existe un amplio bagaje bibliográfico sobre el cuidado de los enfermos, dirigido no sólo a los profesionales de la salud, sino a la población en general, todavía hoy llegan a las unidades hospitalarias casos como el descrito al principio del texto en donde hablar de un descuido no es suficiente. Al abandono de personas de la tercera edad ya se le considera en el Distrito Federal un delito. Pero más allá de un delito, ¿por qué el abandono? ¿Por qué los hijos adultos no cuidan de sus padres ancianos en su etapa más vulnerable, como ellos lo hicieron cuando los hijos eran los débiles y necesitados? ¿Acaso no sería lo más justo, lo más humano? ¿Y qué sería hablar de lo humano? ¿Y lo inhumano?
Sobre lo humano hay muchas concepciones que van desde las teológicas hasta las científicas, en donde no sólo se habla de lo humano, sino también de la humanización, es decir, de cómo, a través de los tiempos, el  ser humano dejó de ser animal para convertirse en lo que es ahora, conservando inherentemente su dualidad; es decir, que sí, somos humanos, y es esta humanidad la que nos permite serlo a nuestro modo. [1]
¿Y lo inhumano? Como dice Savater, en el siglo pasado se pugnó por concebir la humanidad como una forma de dictar normas. Esto se hace porque es humano, esto no se hace porque es inhumano. Aquí es donde entra el vertiginoso remolino de contraposiciones acerca de lo que sí es humano y lo que no. Y es que persiguiendo una concepción científica de la humanidad —la evolución del neocórtex, la lucha por satisfacer nuestras necesidades, el desarrollo de sentimientos y raciocinio especializado— todo lo que haríamos sería totalmente humano por el simple hecho de que un humano está forjando su voluntad.  Contrariar la  posición de Terencio: “Soy humano y nada humano me es ajeno” con esta, descrita también por Savater “La humanidad estaría formada por la acumulación sucesiva de las pieles normativas que el ofidio  humano ha ido mudando a lo largo  de los siglos y  a través de las sociedades.”[2], es observar cómo dos posturas persiguen una distinta connotación social, es decir, que quieren ser entendidas de distinta forma. Porque transformamos el mundo se manera que se amolda mejor con nuestros deseos y necesidades, pero también hacemos regresiones a nuestra dualidad animal, que se concentra solamente en el bienestar propio, e incluso, es posible hablar también de la supervivencia del más fuerte. Y en este punto me pregunto:
¿Qué  somos entonces si, por la supervivencia del más fuerte, un hijo fue capaz de abandonar a su madre gravemente enferma en un hospital sin acercarse  siquiera a preguntar sobre su estado en ocho horas?
Me parece que es más fácil hablar de lo humanizados que estamos, al lograr mejorar nuestro entorno para nuestro beneficio; construir mejores hospitales, desarrollar tecnología en la reconstrucción de huesos, investigar en la producción de medicamentos que disminuyan el dolor por una fractura, etcétera; y más difícil hablar de lo poco humanos que somos. Porque actuamos hominizadamente, y en lugar de que nuestros actos sean llamados humanos, deberían ser hominizados. Para que un hombre sea realmente humano, ya no sólo debe tratar de mejorar su entorno y satisfacer sus necesidades; también debe procurar las mismas condiciones para sus semejantes y así convivir en una armonía ética y moral.
Si una persona no puede cuidar a otra persona, y aún más si esa persona es su madre, y asegurarle un bienestar, por lo menos fisiológico, es porque esta persona es un homínido que no ha aprendido a ser humano. 


[1] Savater, Fernando, El valor de Elegir, Barcelona, Ariel, 2003, pp. 163
[2] Íbid, pp. 171-2

martes, 5 de junio de 2012

"Life it seems will fade away, drifting further everyday".



Ya me había ocurrido esto antes. Y de hecho, compuse unos cuantos versos para rememorar ese día... Ese día en que renuncié a la ayuda de la sanidad mental. Ya ni recuerdo porqué me había socavado el alma. Vivía un periodo difícil, creo que sí. ¿Quién no vive periodos difíciles? El punto es que, como ahora, sentía que, día a día, minuto a minuto, la sensación de desolación iba cubriendo la totalidad de mi pensamiento. Me costaba mirar las cosas, me sentía apartado de la realidad, incluso creía ser otra persona. Traté, en vano, de explicarme lo que sucedía conmigo, pero nada, ni siquiera una mal lograda terapia, lograron evitar que colapsara: que una crisis de ansiedad se hiciera presente cuando yo visitaba el pasillo más recóndito de los sanitarios escolares. Sensación horrorosa aquella. Sentía que moría, o que convulsionaba, o que mi mente se derretía como una cera prendida de más. Aminoró aquel paroxístico choque, y, pronto ya me hallaba en paz, con las lágrimas exorcizadas y la cabeza limpia. El convulsivo océano que se agitaba en mi cerebro había hallado al fin un cauce para salir. Pero la sensación de ser tocado por la fría manaza de la muerte no lo valía. Ahora creo que hay otras formas de vaciar aquel tornado interior y regresar a un estado de paz interior. Quiero conocerlas...
La escritura me ha ayudado a sobrellevar esta presión externa que proviene de un lugar, para mí, ignoto. Estoy sano, no me he enfermado ni siquiera de gripe. Tan sólo he tenido bajadas de presión arterial, pero eso se lo adjudico al miedo que me inspiró ver una reparación de hernia inguinal, misma a la que seré intervenido en unas cuantas semanas. Quizá, esto último es la causa de este estrés que me amarra los huesos. Según mi conciencia, yo no le temo a la muerte; más bien, temo el sufrimiento del medio morir: a quedar en un estado tal que provoque, a los que me rodean, un sentimiento de culpa, lástima, o algo por el estilo.  
Podría pensarse que me estresa la escuela. No, no lo hace. La escuela es, de hecho, un sitio en donde puedo hallar camino para airearme la cabeza, divagar en mi soledad, y aprender lo nuevo. Descubrir... Ha terminado el semestre. He obtenido buenas notas, otra vez, haciendo apenas un esfuerzo. La escuela se me da, es fácil. Consiste en tomarle las medidas, y jugar, cada vez que es requerido, con ellas para obtener un resultado satisfactorio. “Todo está planeado. Todo es estrategia”.
Para distraerme en estas vacaciones tengo un bonche de libros por leer: La señora Dalloway, de Virginia Woolf; Fuga en Mi Menor, de Sandra Lorenzano; Obra Poética, de Fernando Pessoa; De Profundis, de Oscar Wilde; Alteza Real, Tonio Kroger, y Hombre y Perro, de Thomas Mann; Entre dos Aguas, de Rosa Ribas; etcétera. Además, mañana iré con Tenshi a Chapultepec, y daremos una vuelta por los parques. Creo que también me hará bien salir con relativos.
A manera muy aspergiana, no tengo nada más que decir. 

Me voy a Júpiter. 
Adiós.
José.

miércoles, 25 de abril de 2012

Par de poemas (dizque)


SONETO A MI BANDERA

Alzóse valiente, la flama roja,
brotando en agua, del suelo al cielo.
Miren allá, a ella; sola se forja,
sólita ondea, solita al cielo.

Persiguiendo vientos, siempre espera,
donde flamea, roja roja mi bandera.
Serena angustias, entierra las armas.
revive leyendas, ondea batallas.

Hubo alguna vez de ser apresada
Como un ave de pedreros, sosegada
encandilada, enclaustrada y asesinada...

...traspasada, y finalmente, olvidada…
Corretea al viento, y dime ¿podrás tú,
con una red, traer a la vida encarcelada?


GLOSA AL RÍO ARGENTIS

Caer desde Auftorem al lago Quidceo,
Y soñar con el cielo y oler los dulzores
de hacerle a la vida ningún abucheo,
y de vivir subiendo, sin saber a dónde subes.

Llega por el río la sangre de mi pueblo,
con fríos destellos, cristales del suelo,
ensueños de bosque, torrentes que veo
caer desde Auftorem al lago Quidceo.

Serpentea el río, saludando al puente,
deseando tener sed y piernas y sienes,
y aspirar la brisa de una tarde caliente,
y soñar con el cielo y oler los dulzores.   

Pero tú eres el río, solo llevas la sangre,
Si yo fuera un ave, seguro y aleteo;
pero como soy hombre, no tengo hambre
de hacerle a la vida ningún abucheo.

Porque de eso tratan tus verdes cauces
Y todos mis cauces, de lo mío.
Solo trata de extenderte con bravío,
 y de vivir subiendo, sin saber a dónde subes. 

jueves, 19 de abril de 2012

Fragmento de la tarde aquella cuando nevó en Peterwall.

Two men at a Table, by Seymour Tubis

Llegamos al Van Delicious. Traía el corazón agitado como la marea en julio. Quería  pensar, necesitaba preparar mis diálogos  porque lo que habláramos en esa cafetería definiría el trato de los días consecutivos. ¿Serían agradables o, más bien, bochornosos? Sentí entonces el revuelo de los menús que se desplegaron ante mis ojos. Había llegado hasta una mesa y estaba bien sentado sobre un asiento de terciopelo  rojo. Matthew estaba frente a mí, leyendo concienzudamente su menú. Y yo ni siquiera me di cuenta haber tomado la mesa. Mi pensamiento estaba en otro lado. No, mi pensamiento estaba en la noche anterior.  
Matthew tosió y carraspeó la garganta como si se dispusiera a decir algo. Sudé frío, me sentí de piedra, sin aliento. En un impulso por comprobar mi estado pellizque mi piel  debajo de la camisa, luego abaniqué el menú para sentir un frescor natural, y no de muerte como el que invadía mi columna. Ahí Matthew me concedió una breve mirada. Quizá notó que algo no andaba del todo bien conmigo, que tenía  un mundo encima de mis hombros, o más bien, ideas opresivas del tamaño del mundo sobrecargándome el cerebro. Sonrió con sus finos y rosados labios, una sonrisa hermosa, si piden mi opinión; luego volvió la atención al menú.
Llamó al mesero.
Al fondo del local, de una puerta  de dos alas, salió un joven finísimo de cara jovial (aunque cansada) con su uniforme a franjas cafés perfectamente planchado. Y de pronto vi en dónde estaba sentado. Hasta ahora caía en cuán lujoso era el local. ¿A dónde me había metido Matthew? ¿Tendría que pagar lo que yo consumiera? Quizá los precios fueran exorbitantes y aún no disponía de salario. Sin duda Van Delicious era un sitio caro. De buenos bolsillos se pagaban la limpieza y el retoque de los pisos de roble. Los meseros no se pagaban con simples propinas, y los hornos consumían combustible natural, sin duda. Además, ¡miren cuantas luces en el techo!, todas circulares alumbraban el techo rosado produciendo una sensación de calidez, a pesar de pasar por días fríos.
Ordenamos. Él pidió una crepa Windsor y un chocolate en leche de cabra, pero... su voz con el mesero sonó diferente, como fría y... y... y un tono que no puedo describir, pero sé que me apené y sentí un poco de lástima por el mesero. A mí no me hubiera gustado que alguien se dirigiera de esa forma a mí persona. Sin embargo, pensé de pronto, creo que Matthew es así, o sea que así ha sido siempre; se dirige a las personas con frialdad, e incluso, desdeño, maldad. No, no, qué estuve pensando en ese momento. ¿Juzgar a una persona por cómo ordena su comida en una cafetería? ¿En serio, Iago? Entonces me burlé de mí, pero ni eso borró el sentimiento de condescendencia para con el mesero, quien me miraba esperando mi orden. Pedí  un helado de fresa. ¡¿Helado?! ¡¿Con ese clima?! Sin duda tenía la cabeza en otra parte; no, tenía la cabeza en la noche anterior. El mesero  y Matthew me miraron con suspicacia, y ternura, tal vez. Quizá  me vieron actuar serio, rígido, como quien nunca ha entrado en tan lujoso lugar a comerse una crepa o un bollo. Y a decir verdad nunca había entrado en un lugar así; comía y cenaba la mayoría de las veces en Cherry Dinner.
Y entonces no se cómo, que, nervioso, torturando mi cuello para evadir las miradas inquisitivas de Matthew y del mesero, que miré a través de la ventana y me quedé como hipnotizado por la hermosura de lo que veía afuera.
Estaba nevando.
El recorte de la ventana causaba que la nieve se dibujara dentro de una pantalla, como un lienzo o un fotograma que se expone en televisión. Los copos blanquísimos, tersos, livianos, caían sin prisa al suelo. Parecía que jugaban en el aire, que disfrutaban su caída lenta hacia la alfombra de nieve esponjosa en el suelo. Ver la nieve y sentir la poderosa fuerza de ese blanco que sólo puede ser recreado en una nevada, me hicieron recordar de dónde venía. En Bluebrücken nevaba con frecuencia en temporadas frías, pero en Peterwall era la primera vez que ocurría un suceso parecido. Poco a poco, los puntos blancos fueron rellenando la calle, los quicios, las estatuas, los postes de luz, los bordes de las ventanas, todo; en un segundo la ciudad se envolvió en un helado velo de novia cuyo albor centelleaba como la luz del sol.
—¿Qué ocurre? —preguntó Matthew notando que mi mente y mirada estaban puestas en otro lugar.
Yo, intentando con todas mis fuerzas no romper el vidrio de aquel recogimiento divino del ver caer la nieve, susurré apenas, señalando el ventanal:
—Mira... la nieve. 

Decisiones al pensar en mi seguridad. Rendición. Adiós a Creación.

Okey, ¿de qué escribiré hoy? Vale, no tengo en realidad ningún tema en especial. La verdad es que ni siquiera sé si este es el medio por el que debería expresar lo que sucede: lo que me sucede, pero como ya saben ustedes —lo he mencionado— cuando escribo me entiendo. Espero que esta vez pase igual y logre, al final, entenderme. Y es que para ser sincero, he intentado entenderme de otras maneras como leyendo, oyendo a Mahler, viendo pasar las cosas, observando los detalles del mundo y teniendo diálogos internos en los que aparecen dos personajes: yo y un contra-yo, que es un Hindemburg que se autocritica, como si fuera una persona totalmente diferente, y que mantiene discusiones en veces, acaloradas. A decir verdad no tengo claro cómo es que hago eso, cómo es que me hablo a mí mismo como si me desenvolviera en alguien más... no sé. Lo único diáfano en mis cavilaciones es que en la mayoría de los casos llego al mismo punto: aunque critique, les dé vueltas a mis ideas y trate de establecer un término medio, siempre acabo sabiendo que por más heterónimo que me quiera imaginar, la última decisión la tomo yo. El yo que está caminando por el mundo de allá afuera.
Bien hizo David el aconsejarme que experimentara lo que desconocía. ¿Y qué se supone que iba a experimentar? Intenté buscarlo, no lo hallé, pues es obvio que no se puede encontrar algo si no se sabe primero qué es lo que se busca. De cualquier modo todo terminó en que las experiencias llegaron solas cuando dejé de perseguirlas con afán.
Todo se derivó de una noche en la que fumé marihuana. Soy sincero, siempre tuve curiosidad de saber qué se sentía fumar marihuana, porqué todos alucinaban (tómelo literal y no tanto) con maría. Imaginaba que sería sentir un cigarrillo multiplicado, no sé, tres veces. Y para empezar, ni siquiera el sabor, ni la forma de fumarlo, se asemejaban al cigarro perfectamente liado de fábrica. Un aroma a pasto quemado, a hierba seca que se consume, a un humo filoso que descamó mi garganta y mis pulmones a la primera y única inhalada... bocanada, más bien, porque aspiré el humo como quien se está ahogando en el mar. Pasaron minutos, no sentí nada más que un broncoespasmo doloroso que aminoró al paso de un rato. Era una fiestecilla de párvulos que se creen mayores: sillas rodeando un fuego, aroma etílico de cerveza y alientos confundidos con la madera quemada; el frío de estar cerca de un bosque en donde la luna no alcanza penetrar su luz. Sentado junto a la que esa misma noche dejaría de ser mi novia, miraba crepitar la lumbre: chispas rebotaban al aire y se iban ligeras al cielo sin apagarse. Un velo oscuro se descorrió por mis ojos y cayó una pesada noche, también ardió una taquicardia en mi pecho, y de sopetón, brilló de nuevo la fogata amplificada. Aterrado por un pulso acelerado (la vaga idea de tener ahí mismo una taquicardia ventricular fulminante) me hizo salir disparado de mi asiento desplegable y andar alrededor de la reunión, intentando disimular mi espanto, hasta que oí a lo lejos los pasos de Alejandro, mi hermano putativo. Le pedí, angustiado, con el rostro descompuesto en horror, que me llevara al hospital. Pero él ya sabía lo que pasaba, y se rehusó a atender mi súplica con un desdeñado “es normal, así pasa, así se siente”. Seguí buscando atención, de mi novia, de mi amiga enfermera, de mi amigo paramédico. “Es normal, así pasa, así se siente”. De pronto caí en la cuenta de que mis acciones estaban siendo actuadas deliberadamente. No pensaba lo que hacía, sólo lo hacía, y entonces lo pensaba y me preguntaba qué había hecho primero. Pensaba lo que pensaba, y pensaba lo que estaba a punto de pensar, para pensarlo, y al hacerlo pensarlo nuevamente —no sé si me entienden. Total, la noche se plagó de episodios en los que estaba totalmente consciente de mi estado, y lo aceptaba con relativa pasividad; y otros en los que dudaba si algún día saldría de ese estado, o me atormentaba imaginándome en el limbo, ya intubado en la sala de choque de algún hospital cercano, con aminas vasopresoras y un pronóstico funesto a corto plazo, ¿estaría soñando, o serían estúpidas especulaciones mías al no poder controlar mi imaginación?, de cualquier modo, mis latidos cardiacos se aceleraban y un pánico helado se apoderaba de mí. Todavía atemorizado, en la transición del terror a la calma relativa, llamé a mi novia y le pedí que termináramos la relación que duró alrededor de siete meses, ¿razón?, creo... que no es justo mantener una relación de efímero contacto, platicas apenas y salidas esporádicas, y un futuro, como la vida, terriblemente incierto. Como me lo supuse, ella lo sintió como una bofetada, como algo repentino, crudo e insensible de mi parte, grosero, quizá. Lloró, sí lo hizo, y eso fue lo que más me dolió. Pero de eso hace ya pocos días más de un mes. Ahora ella sale con el hombre a quien yo hubiera confiado mi total existencia, y del cual, ahora ya no sé qué pensar, ni a qué voz hacer caso.
Y no sé si son sensiblerías mías, pero desde el rompimiento, los amigos que tenía por ella (gracias a ella entré a PC) se mostraron, en primer momento, decepcionados y distantes; hoy sólo se muestran distantes, y eso me parte el alma. Porque, como leo ahora en Lucas de Kevin Brooks, yo puedo ser una persona a la que no le importa lo que las demás personas piensen de mí, pero cuando se trata de una persona (o personas) a las que respetas o amas o admiras (o respetas Y amas Y admiras) la cosa cambia radicalmente. Y sí, me importa lo que mis compañeros de Protección Civil piensen.
Pertenecer a Protección Civil, como voluntario, fue extender el alcance de mis acciones como ciudadano, aprender a ser un eslabón eficiente en el trabajo de conjunto, aceptar que soy un ser con bastas limitaciones, pero también con muchas capacidades que explotar. Pero lo más importante, y razón por la que guardo a Protección Civil en mi alma, es que estuvo allí cuando mi familia me descartó todo su apoyo. Sí, es por eso que verlos distantes me rompe el alma.
 Y así estaba, vulnerable, triste, llorón hasta porque la mosca atravesaba la estancia, cuando me di cuenta de que ya no podía hilar una sola oración de tres partes. De pronto las palabras que escribía no tenían ni pies ni cabeza, ni inicio ni término. Era como si también las letras se hubieran alejado de mí. Lo más preciado que tenía estaba distante, arisco a que lo tomara e hiciera de él el todo. El lenguaje estaba resentido conmigo. ¿Y qué haces cuando, deprimido, ojeroso y sin esperanzas, te das cuenta de que todo lo que más  quieres en el mundo está asiduo en NO ir en tu ayuda? Lo que yo hice fue alejarme de todo y tratar de no pensar en nada más que la Semana Santa se corriera como una canción acelerada. Abrir y cerrar los ojos, y rehilar la existencia monótona. Sin embargo, no pasó así. La semana se hizo eterna, y también la consecutiva. De vacaciones en el hospital, en la escuela, viviendo en una casa en donde se produce el sopor mismo de los días pegajosamente acalorados, todo en lo que me convertí fue en un completo holgazán que leyó, por fechas santas, El Evangelio de Lucas Gavilán de Vicente Leñero, un libro que me es tan especial porque fue el primer ejemplar “para grandes” que leí a la edad de 8 años. Si una novela tan magistral como esa me consintió cuando todavía tenía miedo de bajar al váter por la noche, que no me consintiera ahora hubiera sido ilógico. Ese libro amado fue lo que me mantuvo con vida casi artificial, porque entonces yo no estaba echado en la cama leyendo un libro, sino en la república de México andando tras de los pasos evangélicos de Jesucristo Gómez. Cerraba el libro y entonces podía vivir un poquito más, y tener tiempo para pensar en lo que vendría.
Pensaba en lo que había planeado una semana atrás. Había ido al Instituto a solicitar mi ingreso en la Licenciatura en Enfermería y Obstetricia. Pero, ¿por qué lo había hecho? Simple: descubrí que yo no tenía la madera para ser escritor. Al menos no ahora. Hallé en mi interior, dejando de lado cualquier pensamiento que pudiera contaminar la sinceridad conmigo mismo, que para ser escritor se necesitaba un valor y un coraje y una inteligencia superiores, casi divinos, sobrehumanos. Yo no los poseo. Ni tengo valor ni coraje ni inteligencia aunque mis relativos insistan en que soy un geniecillo. No, no soy ningún geniecillo. Lo sé y lo acepto. Quizá nunca me convierta en escritor, quizá nunca pueda dominar el lenguaje como los grandes literatos. Quizá nunca escriba un texto de calidad, ni mucho menos un texto literario. Un profesor me ha dicho que quizá nunca escribí literatura, pero que en la universidad podría descubrir si sería capaz de hacerlo algún día. Yo creo que no. Mi vida no puede estar delimitada por el azar. Necesito cierta seguridad, cierta... cómo decirlo... cierta certeza de que haré algo bien, porque si no tengo esa certeza, el mundo se me viene abajo, como un cristal que se desgaja ante un golpe de pelota. Por eso decidí que mejor estudiaría la Licenciatura, lo que no significa que vaya a desertar de la literatura eternamente. No, sólo por el momento. No quiero que de la literatura dependan las gravísimas presiones de un patrimonio que anhelo, o que, invariablemente, necesito. Considero que la literatura, la buena literatura, debe ser totalmente libre. Como dice Virginia Woolf (en otro contexto, claro) se necesita un cuarto propio y quinientas libras al año. Yo no tengo lo uno ni lo otro. Y la única forma de lograrlo es teniendo una seguridad, que en mi caso no supone una obligación forzada porque amo también la enfermería. Por ahora todo es cuestión de seguridad. Ya vendrá el tiempo en que podré realizar libremente una buena literatura. Por el momento leeré, leeré cuanto pueda y ejercitaré la pluma... y algún día estaré en forma. 

miércoles, 28 de marzo de 2012

Dark lantern.


Takeru abrió el cajón de la vieja alacena polvorienta, olvidada desde la guerra en el sótano, y se quedó observando su contenido afectado por el aire cargado con partículas de polvo. Del cajón se disparó un aroma a papel viejo, óxido y naftalina que rápidamente se coló por la pequeña nariz de Takeru, y lo hizo estornudar: ¡achú! Temiendo que alguien notara su ausencia en la casa, Takeru sacó de su bolsillo una linternilla; la encendió e inspeccionó la puerta: estaba cerrada. Escuchó pronto un chasquido de pasos y tierra. Giró hacia el otro lado, su linterna iluminó un viejo tocadiscos volteado sobre una silla de patas rotas. De momento la respiración se le cortó, el pulso elevó sus veces por minuto, y por su pecho sintió correr el ácido del temor a ser descubierto. Permaneció inmóvil por unos segundos, esperando que su corazón amansara y la respiración le cesara de ser dificultosa. Al cabo de un rato había conseguido apaciguarse el miedo. Entonces volvió hacia la puerta. ¡AH! Takeru gritó y dejó caer la linternilla. No hubo ruido de impacto, sólo la oscuridad inundó los recovecos de cada objeto olvidado. 

lunes, 26 de marzo de 2012

Pi, el orden de caos.


Al igual que otros directores de cine de arte, el bagaje fílmico de hecho por Darren Aronofsky es pequeño, comparado con las listas de los magnates de Hollywood como James Cameron. Así pues, es preciso denotar que una cosa es cantidad, y otra, muy distinta, calidad. Y Darren Aronofsky puede distinguirse del resto del mundo fílmico con su calidad infinitamente impresionante. Las generaciones jóvenes lo podemos identificar con películas como Réquiem por un sueño (EUA, 2000), El luchador (2008), y la que le valió una nominación al Óscar en la categoría de Mejor Director: Black Swan (2010). Pero antes de todo este glamur y reconocimiento –no por menos merecido–, llegara a su vida, Darren hubo de debutar unos años atrás con un filme que le devolvió vida al cine de suspenso y thriller. Pi, el orden del caos (1998), ópera prima de Aronofsky, cuenta la historia de Maximillian Cohen, un brillante matemático, que de niño sufrió una afección ocular a causa de mirar el disco solar varios minutos (razón por la que se editó, a manera de inmersión en los ojos del protagonista, a blanco y negro) y por lo cual, desarrolló migraña y excéntricamente, un carácter limítrofe con el estado autista. Su patológica timidez y su inconclusa paranoia lo orillaron, quizá, a otra afección psiquiátrica, un trastorno obsesivo con las matemáticas; porque Cohen consideraba, y luchaba por demostrarlo, que el universo en su totalidad podía ser explicado con una base matemática absoluta. La bolsa de valores se convierte así en su más cercana aproximación al cálculo y predicción de fenómenos que se rigen por los números. Todos los datos que considera fenómenos naturales-matemáticos, o los anota en periódicos gastados o en su ordenador gigante. He aquí que un día, la máquina le devela una serie de números que bien podrían sumar 216 dígitos.
216, 216, 216, 216...
Creyendo que tal comportamiento del ordenador podía solamente deberse a un error programático, tira la impresión y decide desembarazarse del asunto, que era, en primer plano, el comportamiento natural de la bolsa. Tan de súbito como son las coincidencias, los encuentros y los desvaríos en esto que se llama destino, el matemático ya se halla sumido en búsqueda del mismo dígito que una tarde desechó en la basura, pues para el grupo de judíos con el que congenió después, puede tratarse del nombre del mismísimo Dios; y por otra parte, para un grupo de economistas, es la clave para engendrar riqueza y poderío sobre el crudo mundo bursátil. 
Es una obra que se define por su magnífica fotografía que revive las técnicas de la ciencia ficción clásica, amoldada, por supuesto, a la visión detallista del director. Por los frescos rieles de su banda sonora corren, sin duda ni falsaría, las actuaciones de Sean Gullette y Mark Margolis. La compone una trama confusa, clarividente y a momentos, reveladora; y en otros, inspiradora. Es un batido de emociones truculentas, mentes distorsionadas, imágenes barridas y datos sinsentido; ingredientes vertidos en un bol que gira y gira, igual que el mundo: sin detenerse.

©MMXII

jueves, 15 de marzo de 2012

El sillón rojo - Segundo Capítulo


15 de Marzo del año 31 del reinado Rossieux-Rossemburg.

La vida se cubre de nubes, cae la lluvia, se alivia la congestión del sollozo: la vida sigue su interminable ciclo de lágrimas y risas, verdades y falsedades, altos y bajos, etcétera. Hay vidas, hay muertes, y nuevos nacimientos se apilan en cada hospital imperial. Es cierto. Uno muere, le sufren y todo, pero está muerto. Eso es algo que no se puede cambiar ni con un océano de puras lágrimas. Es difícil comprenderlo. Me pregunto cómo se aventuró la Dra. E. Kubler Ross en la difícil tarea de estudiar el duelo. Creo que sentirlo, en sí, ya es demasiado. Perder... ¿a quién le gusta perder? A nadie. ¿Por qué? Porque somos egoístas. Y somos egoístas porque somos humanos.
Hace dos años murió mi noble amigo Joseph Rossemburg en la madrugada. Para el medio día, su testamento ya había sido leído. “Quiero que me entierren lo antes posible, no expongan mi cadáver a las masas: si he muerto es porque a Dios se le apeteció darme un descanso, y sinceramente quiero descansar.” Así se hizo. A las 24 horas de su deceso, el ministro ya había sido incinerado, y sus restos reposaban bajo el altar mayor de la Catedral de Santa María. “Mi deseo más profundo para mi nación es que no permanezca más de unas horas sin Primer Ministro. Apenas pare mi corazón, pido a mi Vicario Imperial que convoque al Parlamento a deliberar la elección de otro mandatario, en nombre de Cristo y de nuestros nobilísimos reyes.”
—En torno a este asunto que ha dejado al Imperio en choque, el Vicario Imperial dará  unas palabras. En vivo desde La Casa de La Gubernatura:
—Buenos días...
Inicié  un discurso del que apenas me acuerdo. No eran mis palabras. No podían ser. Mi  amigo de guerra, colega, hermano, muerto. ¡MUERTO!
—...murió a las 6:43 de la madrugada en sus aposentos luego de una súbita falla multiorgánica. Aún se desconoce lo que desató dicho padecimiento.
Recordé su cara de agonía. Se le hacía tarde, abrí la habitación para levantarlo. Llegué  a la cabecera y toqué su frente. ¡Fría! Más fría que el hielo. Era un frío de muerte, una sensación que se me tatuó en la mano por varias semanas. Y luego sus ojos en blanco, su boca abierta, su respiración imperceptible.
— ¡Auxilio! —Grité— ¡Alguien ayúdeme!
Entonces recuperó la conciencia por unos segundos. ¿Sintió mi presencia? Quizá escuchó mis gritos. Me tomó por la camisa con su mano estremeciéndose por la muerte. Me miró con esos ojos de agua, de cielo: azules. Y dijo:
— Tan rápido, la luz... se ha apagado...
Expiró. Había alcanzado la luz, y ya su alma se elevaba hacia la eternidad con la parsimonia de su sonrisa tierna.
—... ¡Llamo al parlamento a reunirse el día de hoy en el Palacio del Imperio a deliberar el sucesor de Joseph Rossemburg, el traedor de la felicidad...”
Entramos todos los ministros de los estados y las regiones en la capilla central. Se contaron 319 asistentes. Como en el vaticano, en el cónclave, se cerrarían las puertas hasta la deliberación. Las campanas de la catedral anunciarían la buena nueva.
“—Monti
“—Monti
“—Monti
“—Monti
“—Gyllenhaal. Todavía no se ha alcanzado la mayoría de la audiencia —declaró el escrutador—. En dos horas habrá una nueva votación.”
Mientas la elección se decidía a puerta cerrada, el cuerpo de Joseph entraba en el crematorio, y su piel se convertía en polvo. Siguió la votación. Nada. En la tercera se perfiló Monti como siguiente Primer Ministro; su nombre acaparó el primer tercio. Luego:
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg...”
Todos los ministros me miraron con esos ojos pueriles que uno hace cuando sabe que ha hecho algo que le cargará en la conciencia. El escrutador se levantó solemnemente de su escritorio, llegó a mi lugar en los asientos y dejó en el suelo, frente a mis pies, el báculo rojo.
— ¿Acepta el cargo que el Imperio le confía?
Miré a todos, incrédulo. ¿Yo? ¿Yo había sido electo, de entre mejores candidatos con brillantes carreras políticas? ¿Yo, el chico de provincia, que no llegaba ni a los treinta?
—Sí —musité—, acepto.
Entre tanto, en la quinta avenida, a la altura de la puerta Oeste del muelle de Argentis, mi mujer, embarazada de veinte semanas, perdía el control del Olimpia, se derrapaba hasta el borde de la calle y salía, volcándose entre los ramajes del bosque, y moría al instante, mi hijo también.
Sonaron las campanas de las catedrales de todo el Capitolio. De  inmediato se escribió la carta a los monarcas. “El noble ministro, Matthew Hindemburg, ha sido electo como Primer Ministro para representar a su nación ante ustedes monarcas, y ante el mundo, con orgullo y sinceridad y devoción...”
Salió el escrutador al balcón del Palacio y ondeó la bandera nacional. La gente, en la plaza agitó, confusa, también banderas de todas las regiones.
—Se ha deliberado, para la gloria del Imperio de Valencia, un nuevo primer ministro: ¡Matthew Hindemburg!
Otro jovencito, habrán dicho los conservadores. Un laborista, habrán pensado en los sindicatos. Un obrero, pensarían las amas de casa. Un inexperto, aseguraron los oponentes. Fuese como fuese, había dejado de ser un ministro... para ser el PRIMER MINISTRO.
Salí al balcón con el báculo Rojo entre las manos: lo extendí hacia la multitud. Entonces me llamaron del interior con urgencia. Había ocurrido una desgracia. La gente en la plaza se quedó pasmada al ver mi desaparición súbita. Salí del palacio sin autorización, ignoré a la muchedumbre que se acercaba por las calles. Trepé a un taxi. Las patrullas siguieron el carro. ¿Qué  pasa? Me preguntó el cochero. Nada, le respondí, siga avanzando... ha muerto mi esposa con mi hijo dentro de su vientre. El taxista bajó la velocidad y se giró para verme. Yo lloraba... ¿qué hombre no lloraría ante tal situación? “Lo siento”, me dijo. Le agradecí. “Lléveme al Alexander’s Hospital”.
Ahí estaba ella, sobre una camilla, en la morgue. Su cuerpo entero cubierto por una sábana verde, el color del luto. “Lo siento”, me dijo el encargado del pabellón.
Había muerto mi esposa y mi hijo. Un simple “lo siento” no aminoraba el terrible dolor que esgrimía mis entrañas con raudo calor ardiente.
Así es el destino, la vida, la realidad. Pasa. No se detiene a hacer contemplaciones. La realidad se define por la línea que divide la vida y la muerte. A ambos lados no queda más que el ser. O estar vivo, o muerto. Viendo la realidad que me echaba a los hombros la responsabilidad de cuarenta millones de ciudadanos, quiso alivianarme el peso, y por ello eliminó a las personas con quienes yo perdería el tiempo: mi esposa y mi hijo.
Pagué a una agencia para que se encargara de todo, el funeral, la cremación y los papeles judiciales. Salí del hospital y allí me interceptó la policía, me metieron en una patrulla y me volvieron al palacio. Debía rendir protesta: la reina Victoria y el rey Salvador estaban esperando... Un toque de sus manos santas y ya era, oficialmente, Primer Ministro de Valencia, Gobernador del Estado Rojo, Regidor de la Ciudad de Los Ángeles, Protector de la Comunidad de Naciones de los países de Auftorem y territorios anexados, y vocero de la Casa Real.
“Yo, Matthew Hindemburg, rindo ante ustedes, en esta plaza centenaria, sobre los santos evangelios y la carta imperial, y con el corazón en la mano, que defenderé a mi patria con la vida, y a la vida, con mi patria. Haré valer la declaración imperial de los derechos del hombre, y guardaré las tradiciones que se han salvado desde la fundación de este imperio, para que todo ciudadano valenciano viva en paz, amor y tranquilidad...”  

Pasan los años, los meses, las horas. La vida continúa aunque no estemos vivos porque ya la muerte ha sobrepasado. El destino es el destierro, y nuestro destierro, la existencia atada a nuestro ser en este mundo. Vivir cada segundo, como si fuera nuestro, es la máxima ilusión que nos da felicidad; así pues, disfrutémoslo, aunque, como ya he dicho, sea sólo eso, una ilusión, una quimera, un espejismo.

— ¿Matt? —Me pregunta Alex apenas entrando en mi dormitorio—, ¿estás bien?
— Sí —le respondo—, sólo escucho Eroica, de Beethoven... y escribo.
Sonrío. 

miércoles, 14 de marzo de 2012

El sillón rojo - Primer capítulo.

14 de Marzo del año 31 del reinado Rossieux-Rossemburg.


***
¿Quién se da cuenta de la realidad? ¿La realidad se dará cuenta de que alguien se dio cuenta de ella? ¿Cambiaría la realidad si notáramos que está allí: afuera? Pienso que la realidad es eso: realidad. Y nadie se da cuenta de ella. Todo lo que pasa alrededor de nosotros está regido por unas leyes que no han sido escritas en la lengua humana; van más allá de todo entendimiento y se acercan a la cuna de lo divino. Por ejemplo, esta mujer que espera el autocar de pie bajo un puente peatonal no sabe que diez kilómetros atrás de la vía de la Carta Magna, ha ocurrido un grave incidente con múltiples heridos, dos muertos y una unidad de transporte sin reparo. Esta noche no llegará a casa a la hora que acordó con su novio. Sentados en un sillón de cuero comerían platos de ensalada, y en la televisión pasaría la serie médica de las 9:00 pm... después se irían a la cama y dormirían. Esta mujer ya se ha dado cuenta de que el autocar se retrasa; consulta  su reloj y suspira: su vaho se condensa en el ambiente fresco. Luego pasa un taxista a toda velocidad. Él  no sabe que el cliente que tenía que recoger a las 7:30 del Instituto Nacional de Cardiología ya se ha marchado con otro, pues ahora  ya el reloj marca las 7:54. Aquí, una jovencita de no más de 19 años baja con enfado las escaleras que llevan a la estación del tren. Ya ha remarcado once veces el número de su novio. Cuando salieron del cine, él túvose que marchar por unos pendientes muy importantes de la Universidad. Se dieron un beso. Ella quedó dolida. ¿a caso no la llevaría de vuelta a su casa? Se  indignó, pero no había otra salida. Bien ella sabía cuan  importantes eran los deberes de la universidad. Él le dijo que cuando estuviera ya en casa, le marcaría al móvil para decirle lo mucho que la amaba. La chica estuvo de acuerdo. Otro beso, y, cada uno por su cuenta, marcharon hacia su destino.
La jovencita marca la doceava vez. No responden la llamada. ¿Qué se ha creído este canalla? Ya se ha enojado. Tiene razón. No conoce la realidad, aunque esté allá  afuera. Y aunque la conociera, no tendría potestad alguna para alterarla. Como ya he dicho, la realidad está sometida a leyes que superan hasta el intelecto más intelectual... El chico ha caído en coma. Por la tarde no tomó su medicina para las convulsiones: era ese el asunto del que se tenía que encargar. Pero apenas llegó a la puerta de su casa,  en la calle Cherry, se desplomó bajo el umbral de la farola de la plaza y convulsionó por casi dos minutos.  “Serán los gatos”, dijo su madre al escuchar un aullido inhumano desgarrándose tras la puerta. “Iré a aventarles este periódico, a ver si así se largan de aquí”. Abrió la puerta, y la realidad se sucedió a sí misma. Ya todo estaba destinado. Y ellos, aunque vivían en la realidad, no la  conocían. Porque realidad sólo hay una. Pero nosotros, siempre necios, intolerantes a lo que no queremos, le hemos dividido en tres: presente, pasado y futuro. El presente hubo de ser, el pasado es presente evocado, y el futuro está escribiéndose hasta este punto en que termina el párrafo.
Voy retrasado. El taxi entra en la región 60. La llamaron “Univercia City” desde hace tres siglos; aunque en esa época, la región 60 ó “Univercia City” no era más que un boceto, dibujos que el fundador Ramón había delineado sobre pieles o esténcils de fibras vegetales como una simple herramienta de desahogo a su infinita (quiero suponer) imaginación. Quién iba a pensar hace tres siglos que ahora, este hombre que va retrasado (y en un taxi, arrebujado), iba a ser el hombre que erigiera la ciudad eterna, la ciudad quimérica, la ciudad de las fiebres, la ciudad siempre soñada: Univercia City: La ciudad del universo.
Llego a la puerta del número 2 de la avenida Galaxia. Por ahora este edificio de paredes de espejo, altísimo: un rascacielos moderno, guarda la cátedra del Primer Ministro.
Y ¿quién es el primer ministro?
Yo: Matthew Hindemburg, hijo de la dulcísima ama de casa Jeannette Hindemburg y del conductor de orquesta Marcus R. Blake. De éste último no supe que era mi padre hasta hace un año, tres semanas después de su súbito deceso en las vísperas de la fiesta del fin de la Guerra Roja. De  pronto tuve padre... y no sólo eso. También me llegó un hermano. De acuerdo: medio hermano. ¿Pero eso cambia las cosas? Yo creo que no. Su nombre es: Jake Hindemburg, y también se dedica a dirigir una orquesta. ¡Y qué orquesta! La Real Filarmónica toca a su bate. Según sé, mi hermano fue alumno de Marcus sin saber nunca que este hombre por el que sentía una afección inconclusa era en verdad su padre. ¿Entonces cómo nos enteramos? Luego de la muerte de Marcus R. Blake, Jake Hindemburg me envió un sobre amarillento que contenía varios folios hechos por la pluma de Marcus. En estos papeles el director de orquesta vertía párrafos como: “Me parece que lo he visto... en este vasto imperio nadie tiene unos ojos como los míos y los de mis hijos: color de un mar desnudo y vibrante...” Y otro que decía, “Sí, es él... Matthew es el hombre detrás de Joseph Rossemburg. ¿Se acordará de mí después de tantos años? ¿Sabrá que su padre vive?” Otro folio revelaba: “El día en que tenga a mis dos hermosos hijos otra vez delante de mí, sé que no podré lanzármeles así en un abrazo parsimonioso: por muy director de orquesta renombrado que sea, simplemente serán personas aparte. ¡Dios! Este es el peor castigo a mis aventuras, tú me lo has mostrado, y es tener al ser amado cerca, y no poder abrazarlo, Tener ganas de beber agua, verla en el manantial, y al agacharse para hundir las manos en cuña, todo es en realidad una visión amorfa. Perdón, Dios, perdón... Sólo déjame estar un día con ellos, tan sólo un día con ellos dos. Juntos.”
El último folio estaba fechado con el día que precedió a su muerte. Nunca, nunca nos vio juntos. (¿No llegó el perdón?) Yo apenas conversé con él después del estreno de El lago de los Cisnes. Hube de notar en los  ojos del conductor cierto entusiasmo, pero nada fuera de lo común. Según mi madre, mi padre jamás había existido. Pero vaya que existió.   
Ya lo creo... es un tema muy extenso del que valdrá la pena, otro día, de revisar con más calma.
Entro en el edificio y subo hasta la oficina, en el último piso. Antes de abrir la puerta, recargo la oreja en ella y escucho los murmullos sórdidos de mis colegas. Deben estar ardiendo en preguntas. ¿Dónde estuve? ¿Por qué no avisé a dónde iba? ¿Qué hay del mensaje conmemorativo? Dónde esto, dónde lo otro, esto qué, eso allá, etcétera.
Entro y voy repasando las caras de estos colegas míos.
Al fondo, sentado en el borde de mi escritorio de ébano, está Joseph Williams. Todos le decimos Joe. ¿Qué hace él? Pues sencillamente se encarga de tirarme de la cama para que siga siendo el primer ministro. Es, en palabras de ujier, el Vicario Imperial. Y su función más importante es la de ayudarme a llevar el cargo lo mejor posible.
— ¿Dónde demonios te habías metido? —Me dice, levantándose de su puesto—. Te hemos buscado todo el puto día.
¿Lo ven? Sabía que esa sería su forma de reaccionar. Siempre lo es. Y lo compadezco. Si me pasara algo, él tendría que responder sobre mi cadáver, y en seguida, llamar al parlamento a deliberar un nuevo primer ministro. Se lee muy fácil... ¡jo! Es jodidamente complicado.
En mi sillón rojo, que uso a menudo para dormir, está sentado Edward Wyzecki, Portavoz de la sala de la Gubernatura. A mi parecer, su título explica su hacer: llevar los mensajes del Primer Ministro al mundo. Como su novio ya lo ha hecho, se siente ahora en la facultad de hacer lo mismo. ¡Dispara!
 — No le dijo a nadie a dónde fue... simplemente ¡desapareció!
Se levanta entonces, del asiento de madera, mi hermano. Jake Hindemburg. Su cabello rubio y liso ya le llega hasta los hombros. Me mira con insistencia, pero al final no dice nada. De pronto, de la puerta contigua salen dos muchachos. ¡Qué alegría! Son mi hijo adoptivo: Alexander Aang Von Hindemburg —Es extranjero—, y su amigo —hijo adoptivo  de  Joe y Edward—: Jason Lewis, huérfano de padre y madre hace dos años por un atentado terrorista.
— Finalmente llega —suelta Alex—, se los dije, ¿qué no?
Alex, joven de 16 años fue primeramente hijo adoptivo de Joseph Rossemburg, pero a su muerte hace dos años, la custodia pasó a ser mía. ¿Razón? Aún la desconozco. Quizá porque entonces yo era el Vicario Imperial y él el Primer Ministro. Pero ya no... Ha pasado la realidad, llevándose un pasado y un presente.
—Alex insistió en que estaba bien... —dijo de pronto Jason—, lo estuvo repitiendo a cada rato...
Sus padres, Joe y Ed lo miraron inquisitivamente.
—Hombrecito —replicó Edward—, sé que te falta un año para la mayoría de edad... no quieras pasarte de listo, que aquí la cosa es con su excelencia.
— ¡Jo! —dejó salir Jake.
— ¿Dónde estuviste todo este tiempo? —me preguntó otra vez Edward.
— Afuera —respondí, luego entré en la sala y me senté a un lado de Joe. No lo miré: me estudié las uñas, mordisquee una. Los demás me seguían mirando. ¿Tendría monos pintados en la cara?
—Voy a repetirlo otra vez —sentenció Edward—. ¿Dó...?
— ¡Déjalo ya! —interrumpió Jake, dándose la vuelta hacia los dormitorios con una sonrisa burlona en el rostro.
—Hoy se cumplen dos años de la muerte de Joseph Rossemburg —empezó Joe. De rebato sentí cómo se me crispaban las neuronas. Salté, sin control, de mi asiento y me dirigí hacia los ventanales del sur. Por la calle pasaba un convoy de ambulancias.
— ¿Ministro? —inquirió Edward.
Ya era suficiente.
— ¡Qué-demonios-quieren? —Exclamé—, ¡ya sé qué fecha es hoy! Es imposible  que la haya olvidado.
— ¿Entonces dónde estuvo? —insistió Edward a gritos.
—En este lugar llamado “soledad” —respondí—, deberías ir allí de vez en cuando a calmar tus pensamientos.
— ¡Qué dice!
—Lo que digo —espeté tratando a conciencia endulzar mi tono—, es que estuve sólo... todo el día he estado sólo. ¿En qué lugar? Eso es algo que no les incumbe. Si hoy es el aniversario de Joseph El Grande, El traedor de Felicidad, eso ya lo sé... No es para mí igual de fácil honrar su muerte como ustedes lo hacen... ¡porque ustedes no lo conocieron nunca! Pero yo sí. Lo conocí, fue mi amigo por años. Durante la guerra fuimos hermanos. Y de pronto murió. ¿De qué? Ni los mejores médicos lo saben.
—Matt... —dijo Joe tratando de apaciguarme.
— ¡No! —exclamé—. Para el imperio la figura de Joseph Rossemburg es la de un libertador, la de un General San Martín o la de un Napoleón, o algo por el estilo; el héroe histórico que quieran. No... Para mí no fue eso. Para mí fue un hermano... un hermano que estuvo allí para defenderme... para enseñarme... para construirme... Y saber que ya no está para eso me rompe el alma. ¿Qué no lo ven?