Takeru abrió el cajón de la vieja
alacena polvorienta, olvidada desde la guerra en el sótano, y se quedó
observando su contenido afectado por el aire cargado con partículas de polvo.
Del cajón se disparó un aroma a papel viejo, óxido y naftalina que rápidamente
se coló por la pequeña nariz de Takeru, y lo hizo estornudar: ¡achú! Temiendo
que alguien notara su ausencia en la casa, Takeru sacó de su bolsillo una
linternilla; la encendió e inspeccionó la puerta: estaba cerrada. Escuchó
pronto un chasquido de pasos y tierra. Giró hacia el otro lado, su linterna
iluminó un viejo tocadiscos volteado sobre una silla de patas rotas. De momento
la respiración se le cortó, el pulso elevó sus veces por minuto, y por su pecho
sintió correr el ácido del temor a ser descubierto. Permaneció inmóvil por unos
segundos, esperando que su corazón amansara y la respiración le cesara de ser
dificultosa. Al cabo de un rato había conseguido apaciguarse el miedo. Entonces
volvió hacia la puerta. ¡AH! Takeru gritó y dejó caer la linternilla. No hubo
ruido de impacto, sólo la oscuridad inundó los recovecos de cada objeto
olvidado.
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