Two men at a Table, by Seymour Tubis |
Llegamos al Van Delicious. Traía el corazón agitado como la marea en julio. Quería pensar, necesitaba preparar mis diálogos porque lo que habláramos en esa cafetería definiría el trato de los días consecutivos. ¿Serían agradables o, más bien, bochornosos? Sentí entonces el revuelo de los menús que se desplegaron ante mis ojos. Había llegado hasta una mesa y estaba bien sentado sobre un asiento de terciopelo rojo. Matthew estaba frente a mí, leyendo concienzudamente su menú. Y yo ni siquiera me di cuenta haber tomado la mesa. Mi pensamiento estaba en otro lado. No, mi pensamiento estaba en la noche anterior.
Matthew tosió y carraspeó la garganta como si se dispusiera a decir algo. Sudé frío, me sentí de piedra, sin aliento. En un impulso por comprobar mi estado pellizque mi piel debajo de la camisa, luego abaniqué el menú para sentir un frescor natural, y no de muerte como el que invadía mi columna. Ahí Matthew me concedió una breve mirada. Quizá notó que algo no andaba del todo bien conmigo, que tenía un mundo encima de mis hombros, o más bien, ideas opresivas del tamaño del mundo sobrecargándome el cerebro. Sonrió con sus finos y rosados labios, una sonrisa hermosa, si piden mi opinión; luego volvió la atención al menú.
Llamó al mesero.
Al fondo del local, de una puerta de dos alas, salió un joven finísimo de cara jovial (aunque cansada) con su uniforme a franjas cafés perfectamente planchado. Y de pronto vi en dónde estaba sentado. Hasta ahora caía en cuán lujoso era el local. ¿A dónde me había metido Matthew? ¿Tendría que pagar lo que yo consumiera? Quizá los precios fueran exorbitantes y aún no disponía de salario. Sin duda Van Delicious era un sitio caro. De buenos bolsillos se pagaban la limpieza y el retoque de los pisos de roble. Los meseros no se pagaban con simples propinas, y los hornos consumían combustible natural, sin duda. Además, ¡miren cuantas luces en el techo!, todas circulares alumbraban el techo rosado produciendo una sensación de calidez, a pesar de pasar por días fríos.
Ordenamos. Él pidió una crepa Windsor y un chocolate en leche de cabra, pero... su voz con el mesero sonó diferente, como fría y... y... y un tono que no puedo describir, pero sé que me apené y sentí un poco de lástima por el mesero. A mí no me hubiera gustado que alguien se dirigiera de esa forma a mí persona. Sin embargo, pensé de pronto, creo que Matthew es así, o sea que así ha sido siempre; se dirige a las personas con frialdad, e incluso, desdeño, maldad. No, no, qué estuve pensando en ese momento. ¿Juzgar a una persona por cómo ordena su comida en una cafetería? ¿En serio, Iago? Entonces me burlé de mí, pero ni eso borró el sentimiento de condescendencia para con el mesero, quien me miraba esperando mi orden. Pedí un helado de fresa. ¡¿Helado?! ¡¿Con ese clima?! Sin duda tenía la cabeza en otra parte; no, tenía la cabeza en la noche anterior. El mesero y Matthew me miraron con suspicacia, y ternura, tal vez. Quizá me vieron actuar serio, rígido, como quien nunca ha entrado en tan lujoso lugar a comerse una crepa o un bollo. Y a decir verdad nunca había entrado en un lugar así; comía y cenaba la mayoría de las veces en Cherry Dinner.
Y entonces no se cómo, que, nervioso, torturando mi cuello para evadir las miradas inquisitivas de Matthew y del mesero, que miré a través de la ventana y me quedé como hipnotizado por la hermosura de lo que veía afuera.
Estaba nevando.
El recorte de la ventana causaba que la nieve se dibujara dentro de una pantalla, como un lienzo o un fotograma que se expone en televisión. Los copos blanquísimos, tersos, livianos, caían sin prisa al suelo. Parecía que jugaban en el aire, que disfrutaban su caída lenta hacia la alfombra de nieve esponjosa en el suelo. Ver la nieve y sentir la poderosa fuerza de ese blanco que sólo puede ser recreado en una nevada, me hicieron recordar de dónde venía. En Bluebrücken nevaba con frecuencia en temporadas frías, pero en Peterwall era la primera vez que ocurría un suceso parecido. Poco a poco, los puntos blancos fueron rellenando la calle, los quicios, las estatuas, los postes de luz, los bordes de las ventanas, todo; en un segundo la ciudad se envolvió en un helado velo de novia cuyo albor centelleaba como la luz del sol.
—¿Qué ocurre? —preguntó Matthew notando que mi mente y mirada estaban puestas en otro lugar.
Yo, intentando con todas mis fuerzas no romper el vidrio de aquel recogimiento divino del ver caer la nieve, susurré apenas, señalando el ventanal:
—Mira... la nieve.
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