15 de Marzo del año 31 del
reinado Rossieux-Rossemburg.
La vida se cubre de nubes, cae la
lluvia, se alivia la congestión del sollozo: la vida sigue su interminable
ciclo de lágrimas y risas, verdades y falsedades, altos y bajos, etcétera. Hay
vidas, hay muertes, y nuevos nacimientos se apilan en cada hospital imperial.
Es cierto. Uno muere, le sufren y todo, pero está muerto. Eso es algo que no se
puede cambiar ni con un océano de puras lágrimas. Es difícil comprenderlo. Me
pregunto cómo se aventuró la Dra. E. Kubler Ross en la difícil tarea de
estudiar el duelo. Creo que sentirlo, en sí, ya es demasiado. Perder... ¿a
quién le gusta perder? A nadie. ¿Por qué? Porque somos egoístas. Y somos
egoístas porque somos humanos.
Hace dos años murió mi noble amigo
Joseph Rossemburg en la madrugada. Para el medio día, su testamento ya había
sido leído. “Quiero que me entierren lo antes posible, no expongan mi cadáver a
las masas: si he muerto es porque a Dios se le apeteció darme un descanso, y sinceramente
quiero descansar.” Así se hizo. A las 24 horas de su deceso, el ministro ya
había sido incinerado, y sus restos reposaban bajo el altar mayor de la
Catedral de Santa María. “Mi deseo más profundo para mi nación es que no
permanezca más de unas horas sin Primer Ministro. Apenas pare mi corazón, pido
a mi Vicario Imperial que convoque al Parlamento a deliberar la elección de
otro mandatario, en nombre de Cristo y de nuestros nobilísimos reyes.”
—En
torno a este asunto que ha dejado al Imperio en choque, el Vicario Imperial
dará unas palabras. En vivo desde La
Casa de La Gubernatura:
—Buenos
días...
Inicié
un discurso del que apenas me acuerdo. No eran mis palabras. No podían
ser. Mi amigo de guerra, colega,
hermano, muerto. ¡MUERTO!
—...murió
a las 6:43 de la madrugada en sus aposentos luego de una súbita falla
multiorgánica. Aún se desconoce lo que desató dicho padecimiento.
Recordé su cara de agonía. Se le hacía
tarde, abrí la habitación para levantarlo. Llegué a la cabecera y toqué su frente. ¡Fría! Más
fría que el hielo. Era un frío de muerte, una sensación que se me tatuó en la
mano por varias semanas. Y luego sus ojos en blanco, su boca abierta, su
respiración imperceptible.
— ¡Auxilio! —Grité— ¡Alguien ayúdeme!
Entonces recuperó la conciencia por unos
segundos. ¿Sintió mi presencia? Quizá escuchó mis gritos. Me tomó por la camisa
con su mano estremeciéndose por la muerte. Me miró con esos ojos de agua, de
cielo: azules. Y dijo:
— Tan rápido, la luz... se ha apagado...
Expiró. Había alcanzado la luz, y ya su
alma se elevaba hacia la eternidad con la parsimonia de su sonrisa tierna.
—...
¡Llamo al parlamento a reunirse el día de hoy en el Palacio del Imperio a
deliberar el sucesor de Joseph Rossemburg, el traedor de la felicidad...”
Entramos todos los ministros de los
estados y las regiones en la capilla central. Se contaron 319 asistentes. Como
en el vaticano, en el cónclave, se cerrarían las puertas hasta la deliberación.
Las campanas de la catedral anunciarían la buena nueva.
“—Monti
“—Monti
“—Monti
“—Monti
“—Gyllenhaal. Todavía no se ha alcanzado
la mayoría de la audiencia —declaró el escrutador—. En dos horas habrá una
nueva votación.”
Mientas la elección se decidía a puerta
cerrada, el cuerpo de Joseph entraba en el crematorio, y su piel se convertía
en polvo. Siguió la votación. Nada. En la tercera se perfiló Monti como
siguiente Primer Ministro; su nombre acaparó el primer tercio. Luego:
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg...”
Todos los ministros me miraron con esos
ojos pueriles que uno hace cuando sabe que ha hecho algo que le cargará en la
conciencia. El escrutador se levantó solemnemente de su escritorio, llegó a mi
lugar en los asientos y dejó en el suelo, frente a mis pies, el báculo rojo.
— ¿Acepta el cargo que el Imperio le
confía?
Miré a todos, incrédulo. ¿Yo? ¿Yo había
sido electo, de entre mejores candidatos con brillantes carreras políticas?
¿Yo, el chico de provincia, que no llegaba ni a los treinta?
—Sí —musité—, acepto.
Entre tanto, en la quinta avenida, a la
altura de la puerta Oeste del muelle de Argentis, mi mujer, embarazada de
veinte semanas, perdía el control del Olimpia, se derrapaba hasta el borde de
la calle y salía, volcándose entre los ramajes del bosque, y moría al instante,
mi hijo también.
Sonaron las campanas de las catedrales de
todo el Capitolio. De inmediato se
escribió la carta a los monarcas. “El noble ministro, Matthew Hindemburg, ha
sido electo como Primer Ministro para representar a su nación ante ustedes
monarcas, y ante el mundo, con orgullo y sinceridad y devoción...”
Salió el escrutador al balcón del
Palacio y ondeó la bandera nacional. La gente, en la plaza agitó, confusa,
también banderas de todas las regiones.
—Se ha deliberado, para la gloria del
Imperio de Valencia, un nuevo primer ministro: ¡Matthew Hindemburg!
Otro jovencito, habrán dicho los
conservadores. Un laborista, habrán pensado en los sindicatos. Un obrero,
pensarían las amas de casa. Un inexperto, aseguraron los oponentes. Fuese como
fuese, había dejado de ser un ministro... para ser el PRIMER MINISTRO.
Salí al balcón con el báculo Rojo entre
las manos: lo extendí hacia la multitud. Entonces me llamaron del interior con
urgencia. Había ocurrido una desgracia. La gente en la plaza se quedó pasmada
al ver mi desaparición súbita. Salí del palacio sin autorización, ignoré a la muchedumbre
que se acercaba por las calles. Trepé a un taxi. Las patrullas siguieron el
carro. ¿Qué pasa? Me preguntó el
cochero. Nada, le respondí, siga avanzando... ha muerto mi esposa con mi hijo
dentro de su vientre. El taxista bajó la velocidad y se giró para verme. Yo lloraba...
¿qué hombre no lloraría ante tal situación? “Lo siento”, me dijo. Le agradecí. “Lléveme
al Alexander’s Hospital”.
Ahí estaba ella, sobre una camilla, en
la morgue. Su cuerpo entero cubierto por una sábana verde, el color del luto. “Lo
siento”, me dijo el encargado del pabellón.
Había muerto mi esposa y mi hijo. Un
simple “lo siento” no aminoraba el terrible dolor que esgrimía mis entrañas con
raudo calor ardiente.
Así es el destino, la vida, la realidad.
Pasa. No se detiene a hacer contemplaciones. La realidad se define por la línea
que divide la vida y la muerte. A ambos lados no queda más que el ser. O estar
vivo, o muerto. Viendo la realidad que me echaba a los hombros la
responsabilidad de cuarenta millones de ciudadanos, quiso alivianarme el peso,
y por ello eliminó a las personas con quienes yo perdería el tiempo: mi esposa y mi hijo.
Pagué a una agencia para que se
encargara de todo, el funeral, la cremación y los papeles judiciales. Salí del
hospital y allí me interceptó la policía, me metieron en una patrulla y me
volvieron al palacio. Debía rendir protesta: la reina Victoria y el rey
Salvador estaban esperando... Un toque de sus manos santas y ya era, oficialmente,
Primer Ministro de Valencia, Gobernador del Estado Rojo, Regidor de la Ciudad
de Los Ángeles, Protector de la Comunidad de Naciones de los países de Auftorem
y territorios anexados, y vocero de la Casa Real.
“Yo, Matthew Hindemburg, rindo ante
ustedes, en esta plaza centenaria, sobre los santos evangelios y la carta
imperial, y con el corazón en la mano, que defenderé a mi patria con la vida, y
a la vida, con mi patria. Haré valer la declaración imperial de los derechos
del hombre, y guardaré las tradiciones que se han salvado desde la fundación de
este imperio, para que todo ciudadano valenciano viva en paz, amor y
tranquilidad...”
Pasan los años, los meses, las horas. La
vida continúa aunque no estemos vivos porque ya la muerte ha sobrepasado. El
destino es el destierro, y nuestro destierro, la existencia atada a nuestro ser
en este mundo. Vivir cada segundo, como si fuera nuestro, es la máxima ilusión
que nos da felicidad; así pues, disfrutémoslo, aunque, como ya he dicho, sea
sólo eso, una ilusión, una quimera, un espejismo.
— ¿Matt? —Me pregunta Alex apenas
entrando en mi dormitorio—, ¿estás bien?
— Sí —le respondo—, sólo escucho Eroica, de Beethoven... y escribo.
Sonrío.
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