jueves, 06 de septiembre de 2012.
Veo
una calle desierta, donde corre el polvo y el viento; las caras tristes a
través de los cristales de los segundos pisos; los taxis que no se detienen a
miramientos; los camiones sin personas sujetas de las barras, que llevan sus
asientos ocupados por el vacío que han dejado la ilusión y la esperanza;
algunas madres entran a las primarias, toman a sus hijos de las filas en donde
tres o cuatro niñas lloran sin lágrimas, y piden, entre gemidos, la presencia
de sus padres, o de Dios, que ahora se ya se mira muy lejos: ¿Por qué nos has
abandonado?. Veo también las tiendas cerradas, las rejas canceladas, los
comercios en paro. Parece que por aquí ha pasado la muerte, atestando a la ciudad
golpes con su guadaña afilada. La negación a morir causa la reclusión entre
cuatro paredes, bajo umbrales borrascosos, apenas iluminados por la luz pálida
que entra de la calle. Quizá bombas caen sobre La Moneda, o tal vez a la Casa
Rosada la deshacen los kilotones de Videla. Es probable, también, que por la
radio la junta militar pronuncie las órdenes del día: “No hablar, sólo callar”;
y así, de esta manera, entierren en lo más profundo de los océanos los corazones de nuestra
patria, que no es otra sino la que vinieron a fundar los hombres de bronce. Porque
no estoy en Chile ni en Argentina, estoy escondido bajo las nubes grises de
ésta, la que un iluminado nombraría, la región más transparente: México. Corre el siglo XXI. Las esperanzas se van con los segundos, y al futuro lo llena el vacío. Eso parece.
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