Al
igual que otros directores de cine de arte, el bagaje fílmico de hecho por Darren
Aronofsky es pequeño, comparado con las listas de los magnates de Hollywood
como James Cameron. Así pues, es preciso denotar que una cosa es cantidad, y
otra, muy distinta, calidad. Y Darren Aronofsky puede distinguirse del resto
del mundo fílmico con su calidad infinitamente impresionante. Las generaciones
jóvenes lo podemos identificar con películas como Réquiem por un sueño (EUA, 2000), El luchador (2008), y la que le valió una nominación al Óscar en la
categoría de Mejor Director: Black Swan
(2010). Pero antes de todo este glamur y reconocimiento –no por menos merecido–,
llegara a su vida, Darren hubo de debutar unos años atrás con un filme que le
devolvió vida al cine de suspenso y thriller. Pi, el orden del caos (1998), ópera prima de Aronofsky, cuenta la
historia de Maximillian Cohen, un brillante matemático, que de niño sufrió una
afección ocular a causa de mirar el disco solar varios minutos (razón por la
que se editó, a manera de inmersión en los ojos del protagonista, a blanco y
negro) y por lo cual, desarrolló migraña
y excéntricamente, un carácter limítrofe con el estado autista. Su patológica
timidez y su inconclusa paranoia lo orillaron, quizá, a otra afección
psiquiátrica, un trastorno obsesivo con las matemáticas; porque Cohen
consideraba, y luchaba por demostrarlo, que el universo en su totalidad podía
ser explicado con una base matemática absoluta. La bolsa de valores se
convierte así en su más cercana aproximación al cálculo y predicción de
fenómenos que se rigen por los números. Todos los datos que considera fenómenos
naturales-matemáticos, o los anota en periódicos gastados o en su ordenador
gigante. He aquí que un día, la máquina le devela una serie de números que bien
podrían sumar 216 dígitos.
216,
216, 216, 216...
Creyendo
que tal comportamiento del ordenador podía solamente deberse a un error
programático, tira la impresión y decide desembarazarse del asunto, que era, en
primer plano, el comportamiento natural de la bolsa. Tan de súbito como son las
coincidencias, los encuentros y los desvaríos en esto que se llama destino, el
matemático ya se halla sumido en búsqueda del mismo dígito que una tarde desechó
en la basura, pues para el grupo de judíos con el que congenió después, puede
tratarse del nombre del mismísimo Dios; y por otra parte, para un grupo de
economistas, es la clave para engendrar riqueza y poderío sobre el crudo mundo
bursátil.
Es
una obra que se define por su magnífica fotografía que revive las técnicas de
la ciencia ficción clásica, amoldada, por supuesto, a la visión detallista del
director. Por los frescos rieles de su banda sonora corren, sin duda ni
falsaría, las actuaciones de Sean Gullette y Mark Margolis. La compone una
trama confusa, clarividente y a momentos, reveladora; y en otros, inspiradora.
Es un batido de emociones truculentas, mentes distorsionadas, imágenes barridas
y datos sinsentido; ingredientes vertidos en un bol que gira y gira, igual que
el mundo: sin detenerse.
©MMXII
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