14 de Marzo del año 31 del
reinado Rossieux-Rossemburg.
¿Quién se da cuenta de la realidad? ¿La
realidad se dará cuenta de que alguien se dio cuenta de ella? ¿Cambiaría la
realidad si notáramos que está allí: afuera? Pienso que la realidad es eso:
realidad. Y nadie se da cuenta de ella. Todo lo que pasa alrededor de nosotros
está regido por unas leyes que no han sido escritas en la lengua humana; van
más allá de todo entendimiento y se acercan a la cuna de lo divino. Por
ejemplo, esta mujer que espera el autocar de pie bajo un puente peatonal no
sabe que diez kilómetros atrás de la vía de la Carta Magna, ha ocurrido un
grave incidente con múltiples heridos, dos muertos y una unidad de transporte
sin reparo. Esta noche no llegará a casa a la hora que acordó con su novio.
Sentados en un sillón de cuero comerían platos de ensalada, y en la televisión
pasaría la serie médica de las 9:00 pm... después se irían a la cama y
dormirían. Esta mujer ya se ha dado cuenta de que el autocar se retrasa;
consulta su reloj y suspira: su vaho se
condensa en el ambiente fresco. Luego pasa un taxista a toda velocidad. Él no sabe que el cliente que tenía que recoger
a las 7:30 del Instituto Nacional de Cardiología ya se ha marchado con otro,
pues ahora ya el reloj marca las 7:54.
Aquí, una jovencita de no más de 19 años baja con enfado las escaleras que
llevan a la estación del tren. Ya ha remarcado once veces el número de su
novio. Cuando salieron del cine, él túvose que marchar por unos pendientes muy
importantes de la Universidad. Se dieron un beso. Ella quedó dolida. ¿a caso no
la llevaría de vuelta a su casa? Se
indignó, pero no había otra salida. Bien ella sabía cuan importantes eran los deberes de la
universidad. Él le dijo que cuando estuviera ya en casa, le marcaría al móvil para
decirle lo mucho que la amaba. La chica estuvo de acuerdo. Otro beso, y, cada
uno por su cuenta, marcharon hacia su destino.
La jovencita marca la doceava vez. No
responden la llamada. ¿Qué se ha creído este canalla? Ya se ha enojado. Tiene
razón. No conoce la realidad, aunque esté allá
afuera. Y aunque la conociera, no tendría potestad alguna para
alterarla. Como ya he dicho, la realidad está sometida a leyes que superan
hasta el intelecto más intelectual... El chico ha caído en coma. Por la tarde
no tomó su medicina para las convulsiones: era ese el asunto del que se tenía
que encargar. Pero apenas llegó a la puerta de su casa, en la calle Cherry, se desplomó bajo el
umbral de la farola de la plaza y convulsionó por casi dos minutos. “Serán los gatos”, dijo su madre al escuchar
un aullido inhumano desgarrándose tras la puerta. “Iré a aventarles este
periódico, a ver si así se largan de aquí”. Abrió la puerta, y la realidad se
sucedió a sí misma. Ya todo estaba destinado. Y ellos, aunque vivían en la
realidad, no la conocían. Porque
realidad sólo hay una. Pero nosotros, siempre necios, intolerantes a lo que no
queremos, le hemos dividido en tres: presente, pasado y futuro. El presente
hubo de ser, el pasado es presente evocado, y el futuro está escribiéndose hasta
este punto en que termina el párrafo.
Voy retrasado. El taxi entra en la
región 60. La llamaron “Univercia City” desde hace tres siglos; aunque en esa
época, la región 60 ó “Univercia City” no era más que un boceto, dibujos que el
fundador Ramón había delineado sobre pieles o esténcils de fibras vegetales
como una simple herramienta de desahogo a su infinita (quiero suponer)
imaginación. Quién iba a pensar hace tres siglos que ahora, este hombre que va
retrasado (y en un taxi, arrebujado), iba a ser el hombre que erigiera la
ciudad eterna, la ciudad quimérica, la ciudad de las fiebres, la ciudad siempre
soñada: Univercia City: La ciudad del universo.
Llego a la puerta del número 2 de la
avenida Galaxia. Por ahora este edificio de paredes de espejo, altísimo: un
rascacielos moderno, guarda la cátedra del Primer Ministro.
Y ¿quién es el primer ministro?
Yo: Matthew Hindemburg, hijo de la dulcísima
ama de casa Jeannette Hindemburg y del conductor de orquesta Marcus R. Blake.
De éste último no supe que era mi padre hasta hace un año, tres semanas después
de su súbito deceso en las vísperas de la fiesta del fin de la Guerra Roja.
De pronto tuve padre... y no sólo eso.
También me llegó un hermano. De acuerdo: medio hermano. ¿Pero eso cambia las
cosas? Yo creo que no. Su nombre es: Jake Hindemburg, y también se dedica a
dirigir una orquesta. ¡Y qué orquesta! La Real Filarmónica toca a su bate.
Según sé, mi hermano fue alumno de Marcus sin saber nunca que este hombre por
el que sentía una afección inconclusa era en verdad su padre. ¿Entonces cómo
nos enteramos? Luego de la muerte de Marcus R. Blake, Jake Hindemburg me envió
un sobre amarillento que contenía varios folios hechos por la pluma de Marcus.
En estos papeles el director de orquesta vertía párrafos como: “Me parece que
lo he visto... en este vasto imperio nadie tiene unos ojos como los míos y los
de mis hijos: color de un mar desnudo y vibrante...” Y otro que decía, “Sí, es
él... Matthew es el hombre detrás de Joseph Rossemburg. ¿Se acordará de mí
después de tantos años? ¿Sabrá que su padre vive?” Otro folio revelaba: “El día
en que tenga a mis dos hermosos hijos otra vez delante de mí, sé que no podré lanzármeles
así en un abrazo parsimonioso: por muy director de orquesta renombrado que sea,
simplemente serán personas aparte. ¡Dios! Este es el peor castigo a mis
aventuras, tú me lo has mostrado, y es tener al ser amado cerca, y no poder
abrazarlo, Tener ganas de beber agua, verla en el manantial, y al agacharse
para hundir las manos en cuña, todo es en realidad una visión amorfa. Perdón,
Dios, perdón... Sólo déjame estar un día con ellos, tan sólo un día con ellos
dos. Juntos.”
El último folio estaba fechado con el
día que precedió a su muerte. Nunca, nunca nos vio juntos. (¿No llegó el
perdón?) Yo apenas conversé con él después del estreno de El lago de los Cisnes. Hube de notar en los ojos del conductor cierto entusiasmo, pero
nada fuera de lo común. Según mi madre, mi padre jamás había existido. Pero
vaya que existió.
Ya lo creo... es un tema muy extenso del
que valdrá la pena, otro día, de revisar con más calma.
Entro en el edificio y subo hasta la
oficina, en el último piso. Antes de abrir la puerta, recargo la oreja en ella
y escucho los murmullos sórdidos de mis colegas. Deben estar ardiendo en
preguntas. ¿Dónde estuve? ¿Por qué no avisé a dónde iba? ¿Qué hay del mensaje
conmemorativo? Dónde esto, dónde lo otro, esto qué, eso allá, etcétera.
Entro y voy repasando las caras de estos
colegas míos.
Al fondo, sentado en el borde de mi
escritorio de ébano, está Joseph Williams. Todos le decimos Joe. ¿Qué hace él?
Pues sencillamente se encarga de tirarme de la cama para que siga siendo el
primer ministro. Es, en palabras de ujier, el Vicario Imperial. Y su función
más importante es la de ayudarme a llevar el cargo lo mejor posible.
— ¿Dónde demonios te habías metido? —Me
dice, levantándose de su puesto—. Te hemos buscado todo el puto día.
¿Lo ven? Sabía que esa sería su forma de
reaccionar. Siempre lo es. Y lo compadezco. Si me pasara algo, él tendría que
responder sobre mi cadáver, y en seguida, llamar al parlamento a deliberar un
nuevo primer ministro. Se lee muy fácil... ¡jo! Es jodidamente complicado.
En mi sillón rojo, que uso a menudo para
dormir, está sentado Edward Wyzecki, Portavoz de la sala de la Gubernatura. A
mi parecer, su título explica su hacer: llevar los mensajes del Primer Ministro
al mundo. Como su novio ya lo ha hecho, se siente ahora en la facultad de hacer
lo mismo. ¡Dispara!
—
No le dijo a nadie a dónde fue... simplemente ¡desapareció!
Se levanta entonces, del asiento de
madera, mi hermano. Jake Hindemburg. Su cabello rubio y liso ya le llega hasta
los hombros. Me mira con insistencia, pero al final no dice nada. De pronto, de
la puerta contigua salen dos muchachos. ¡Qué alegría! Son mi hijo adoptivo: Alexander
Aang Von Hindemburg —Es extranjero—, y su amigo —hijo adoptivo de Joe
y Edward—: Jason Lewis, huérfano de padre y madre hace dos años por un atentado
terrorista.
— Finalmente llega —suelta Alex—, se los
dije, ¿qué no?
Alex, joven de 16 años fue primeramente
hijo adoptivo de Joseph Rossemburg, pero a su muerte hace dos años, la custodia
pasó a ser mía. ¿Razón? Aún la desconozco. Quizá porque entonces yo era el
Vicario Imperial y él el Primer Ministro. Pero ya no... Ha pasado la realidad, llevándose
un pasado y un presente.
—Alex insistió en que estaba bien... —dijo
de pronto Jason—, lo estuvo repitiendo a cada rato...
Sus padres, Joe y Ed lo miraron
inquisitivamente.
—Hombrecito —replicó Edward—, sé que te
falta un año para la mayoría de edad... no quieras pasarte de listo, que aquí
la cosa es con su excelencia.
— ¡Jo! —dejó salir Jake.
— ¿Dónde estuviste todo este tiempo? —me
preguntó otra vez Edward.
— Afuera —respondí, luego entré en la
sala y me senté a un lado de Joe. No lo miré: me estudié las uñas, mordisquee
una. Los demás me seguían mirando. ¿Tendría monos pintados en la cara?
—Voy a repetirlo otra vez —sentenció
Edward—. ¿Dó...?
— ¡Déjalo ya! —interrumpió Jake, dándose
la vuelta hacia los dormitorios con una sonrisa burlona en el rostro.
—Hoy se cumplen dos años de la muerte de
Joseph Rossemburg —empezó Joe. De rebato sentí cómo se me crispaban las
neuronas. Salté, sin control, de mi asiento y me dirigí hacia los ventanales
del sur. Por la calle pasaba un convoy de ambulancias.
— ¿Ministro? —inquirió Edward.
Ya era suficiente.
— ¡Qué-demonios-quieren? —Exclamé—, ¡ya
sé qué fecha es hoy! Es imposible que la
haya olvidado.
— ¿Entonces dónde estuvo? —insistió
Edward a gritos.
—En este lugar llamado “soledad” —respondí—,
deberías ir allí de vez en cuando a calmar tus pensamientos.
— ¡Qué dice!
—Lo que digo —espeté tratando a
conciencia endulzar mi tono—, es que estuve sólo... todo el día he estado sólo.
¿En qué lugar? Eso es algo que no les incumbe. Si hoy es el aniversario de
Joseph El Grande, El traedor de Felicidad, eso ya lo sé... No es para mí igual
de fácil honrar su muerte como ustedes lo hacen... ¡porque ustedes no lo
conocieron nunca! Pero yo sí. Lo conocí, fue mi amigo por años. Durante la
guerra fuimos hermanos. Y de pronto murió. ¿De qué? Ni los mejores médicos lo
saben.
—Matt... —dijo Joe tratando de
apaciguarme.
— ¡No! —exclamé—. Para el imperio la
figura de Joseph Rossemburg es la de un libertador, la de un General San Martín
o la de un Napoleón, o algo por el estilo; el héroe histórico que quieran.
No... Para mí no fue eso. Para mí fue un hermano... un hermano que estuvo allí
para defenderme... para enseñarme... para construirme... Y saber que ya no está
para eso me rompe el alma. ¿Qué no lo ven?
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