Takeru abrió el cajón de la vieja
alacena polvorienta, olvidada desde la guerra en el sótano, y se quedó
observando su contenido afectado por el aire cargado con partículas de polvo.
Del cajón se disparó un aroma a papel viejo, óxido y naftalina que rápidamente
se coló por la pequeña nariz de Takeru, y lo hizo estornudar: ¡achú! Temiendo
que alguien notara su ausencia en la casa, Takeru sacó de su bolsillo una
linternilla; la encendió e inspeccionó la puerta: estaba cerrada. Escuchó
pronto un chasquido de pasos y tierra. Giró hacia el otro lado, su linterna
iluminó un viejo tocadiscos volteado sobre una silla de patas rotas. De momento
la respiración se le cortó, el pulso elevó sus veces por minuto, y por su pecho
sintió correr el ácido del temor a ser descubierto. Permaneció inmóvil por unos
segundos, esperando que su corazón amansara y la respiración le cesara de ser
dificultosa. Al cabo de un rato había conseguido apaciguarse el miedo. Entonces
volvió hacia la puerta. ¡AH! Takeru gritó y dejó caer la linternilla. No hubo
ruido de impacto, sólo la oscuridad inundó los recovecos de cada objeto
olvidado.
miércoles, 28 de marzo de 2012
lunes, 26 de marzo de 2012
Pi, el orden de caos.
Al
igual que otros directores de cine de arte, el bagaje fílmico de hecho por Darren
Aronofsky es pequeño, comparado con las listas de los magnates de Hollywood
como James Cameron. Así pues, es preciso denotar que una cosa es cantidad, y
otra, muy distinta, calidad. Y Darren Aronofsky puede distinguirse del resto
del mundo fílmico con su calidad infinitamente impresionante. Las generaciones
jóvenes lo podemos identificar con películas como Réquiem por un sueño (EUA, 2000), El luchador (2008), y la que le valió una nominación al Óscar en la
categoría de Mejor Director: Black Swan
(2010). Pero antes de todo este glamur y reconocimiento –no por menos merecido–,
llegara a su vida, Darren hubo de debutar unos años atrás con un filme que le
devolvió vida al cine de suspenso y thriller. Pi, el orden del caos (1998), ópera prima de Aronofsky, cuenta la
historia de Maximillian Cohen, un brillante matemático, que de niño sufrió una
afección ocular a causa de mirar el disco solar varios minutos (razón por la
que se editó, a manera de inmersión en los ojos del protagonista, a blanco y
negro) y por lo cual, desarrolló migraña
y excéntricamente, un carácter limítrofe con el estado autista. Su patológica
timidez y su inconclusa paranoia lo orillaron, quizá, a otra afección
psiquiátrica, un trastorno obsesivo con las matemáticas; porque Cohen
consideraba, y luchaba por demostrarlo, que el universo en su totalidad podía
ser explicado con una base matemática absoluta. La bolsa de valores se
convierte así en su más cercana aproximación al cálculo y predicción de
fenómenos que se rigen por los números. Todos los datos que considera fenómenos
naturales-matemáticos, o los anota en periódicos gastados o en su ordenador
gigante. He aquí que un día, la máquina le devela una serie de números que bien
podrían sumar 216 dígitos.
216,
216, 216, 216...
Creyendo
que tal comportamiento del ordenador podía solamente deberse a un error
programático, tira la impresión y decide desembarazarse del asunto, que era, en
primer plano, el comportamiento natural de la bolsa. Tan de súbito como son las
coincidencias, los encuentros y los desvaríos en esto que se llama destino, el
matemático ya se halla sumido en búsqueda del mismo dígito que una tarde desechó
en la basura, pues para el grupo de judíos con el que congenió después, puede
tratarse del nombre del mismísimo Dios; y por otra parte, para un grupo de
economistas, es la clave para engendrar riqueza y poderío sobre el crudo mundo
bursátil.
Es
una obra que se define por su magnífica fotografía que revive las técnicas de
la ciencia ficción clásica, amoldada, por supuesto, a la visión detallista del
director. Por los frescos rieles de su banda sonora corren, sin duda ni
falsaría, las actuaciones de Sean Gullette y Mark Margolis. La compone una
trama confusa, clarividente y a momentos, reveladora; y en otros, inspiradora.
Es un batido de emociones truculentas, mentes distorsionadas, imágenes barridas
y datos sinsentido; ingredientes vertidos en un bol que gira y gira, igual que
el mundo: sin detenerse.
©MMXII
jueves, 15 de marzo de 2012
El sillón rojo - Segundo Capítulo
15 de Marzo del año 31 del
reinado Rossieux-Rossemburg.
La vida se cubre de nubes, cae la
lluvia, se alivia la congestión del sollozo: la vida sigue su interminable
ciclo de lágrimas y risas, verdades y falsedades, altos y bajos, etcétera. Hay
vidas, hay muertes, y nuevos nacimientos se apilan en cada hospital imperial.
Es cierto. Uno muere, le sufren y todo, pero está muerto. Eso es algo que no se
puede cambiar ni con un océano de puras lágrimas. Es difícil comprenderlo. Me
pregunto cómo se aventuró la Dra. E. Kubler Ross en la difícil tarea de
estudiar el duelo. Creo que sentirlo, en sí, ya es demasiado. Perder... ¿a
quién le gusta perder? A nadie. ¿Por qué? Porque somos egoístas. Y somos
egoístas porque somos humanos.
Hace dos años murió mi noble amigo
Joseph Rossemburg en la madrugada. Para el medio día, su testamento ya había
sido leído. “Quiero que me entierren lo antes posible, no expongan mi cadáver a
las masas: si he muerto es porque a Dios se le apeteció darme un descanso, y sinceramente
quiero descansar.” Así se hizo. A las 24 horas de su deceso, el ministro ya
había sido incinerado, y sus restos reposaban bajo el altar mayor de la
Catedral de Santa María. “Mi deseo más profundo para mi nación es que no
permanezca más de unas horas sin Primer Ministro. Apenas pare mi corazón, pido
a mi Vicario Imperial que convoque al Parlamento a deliberar la elección de
otro mandatario, en nombre de Cristo y de nuestros nobilísimos reyes.”
—En
torno a este asunto que ha dejado al Imperio en choque, el Vicario Imperial
dará unas palabras. En vivo desde La
Casa de La Gubernatura:
—Buenos
días...
Inicié
un discurso del que apenas me acuerdo. No eran mis palabras. No podían
ser. Mi amigo de guerra, colega,
hermano, muerto. ¡MUERTO!
—...murió
a las 6:43 de la madrugada en sus aposentos luego de una súbita falla
multiorgánica. Aún se desconoce lo que desató dicho padecimiento.
Recordé su cara de agonía. Se le hacía
tarde, abrí la habitación para levantarlo. Llegué a la cabecera y toqué su frente. ¡Fría! Más
fría que el hielo. Era un frío de muerte, una sensación que se me tatuó en la
mano por varias semanas. Y luego sus ojos en blanco, su boca abierta, su
respiración imperceptible.
— ¡Auxilio! —Grité— ¡Alguien ayúdeme!
Entonces recuperó la conciencia por unos
segundos. ¿Sintió mi presencia? Quizá escuchó mis gritos. Me tomó por la camisa
con su mano estremeciéndose por la muerte. Me miró con esos ojos de agua, de
cielo: azules. Y dijo:
— Tan rápido, la luz... se ha apagado...
Expiró. Había alcanzado la luz, y ya su
alma se elevaba hacia la eternidad con la parsimonia de su sonrisa tierna.
—...
¡Llamo al parlamento a reunirse el día de hoy en el Palacio del Imperio a
deliberar el sucesor de Joseph Rossemburg, el traedor de la felicidad...”
Entramos todos los ministros de los
estados y las regiones en la capilla central. Se contaron 319 asistentes. Como
en el vaticano, en el cónclave, se cerrarían las puertas hasta la deliberación.
Las campanas de la catedral anunciarían la buena nueva.
“—Monti
“—Monti
“—Monti
“—Monti
“—Gyllenhaal. Todavía no se ha alcanzado
la mayoría de la audiencia —declaró el escrutador—. En dos horas habrá una
nueva votación.”
Mientas la elección se decidía a puerta
cerrada, el cuerpo de Joseph entraba en el crematorio, y su piel se convertía
en polvo. Siguió la votación. Nada. En la tercera se perfiló Monti como
siguiente Primer Ministro; su nombre acaparó el primer tercio. Luego:
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg...”
Todos los ministros me miraron con esos
ojos pueriles que uno hace cuando sabe que ha hecho algo que le cargará en la
conciencia. El escrutador se levantó solemnemente de su escritorio, llegó a mi
lugar en los asientos y dejó en el suelo, frente a mis pies, el báculo rojo.
— ¿Acepta el cargo que el Imperio le
confía?
Miré a todos, incrédulo. ¿Yo? ¿Yo había
sido electo, de entre mejores candidatos con brillantes carreras políticas?
¿Yo, el chico de provincia, que no llegaba ni a los treinta?
—Sí —musité—, acepto.
Entre tanto, en la quinta avenida, a la
altura de la puerta Oeste del muelle de Argentis, mi mujer, embarazada de
veinte semanas, perdía el control del Olimpia, se derrapaba hasta el borde de
la calle y salía, volcándose entre los ramajes del bosque, y moría al instante,
mi hijo también.
Sonaron las campanas de las catedrales de
todo el Capitolio. De inmediato se
escribió la carta a los monarcas. “El noble ministro, Matthew Hindemburg, ha
sido electo como Primer Ministro para representar a su nación ante ustedes
monarcas, y ante el mundo, con orgullo y sinceridad y devoción...”
Salió el escrutador al balcón del
Palacio y ondeó la bandera nacional. La gente, en la plaza agitó, confusa,
también banderas de todas las regiones.
—Se ha deliberado, para la gloria del
Imperio de Valencia, un nuevo primer ministro: ¡Matthew Hindemburg!
Otro jovencito, habrán dicho los
conservadores. Un laborista, habrán pensado en los sindicatos. Un obrero,
pensarían las amas de casa. Un inexperto, aseguraron los oponentes. Fuese como
fuese, había dejado de ser un ministro... para ser el PRIMER MINISTRO.
Salí al balcón con el báculo Rojo entre
las manos: lo extendí hacia la multitud. Entonces me llamaron del interior con
urgencia. Había ocurrido una desgracia. La gente en la plaza se quedó pasmada
al ver mi desaparición súbita. Salí del palacio sin autorización, ignoré a la muchedumbre
que se acercaba por las calles. Trepé a un taxi. Las patrullas siguieron el
carro. ¿Qué pasa? Me preguntó el
cochero. Nada, le respondí, siga avanzando... ha muerto mi esposa con mi hijo
dentro de su vientre. El taxista bajó la velocidad y se giró para verme. Yo lloraba...
¿qué hombre no lloraría ante tal situación? “Lo siento”, me dijo. Le agradecí. “Lléveme
al Alexander’s Hospital”.
Ahí estaba ella, sobre una camilla, en
la morgue. Su cuerpo entero cubierto por una sábana verde, el color del luto. “Lo
siento”, me dijo el encargado del pabellón.
Había muerto mi esposa y mi hijo. Un
simple “lo siento” no aminoraba el terrible dolor que esgrimía mis entrañas con
raudo calor ardiente.
Así es el destino, la vida, la realidad.
Pasa. No se detiene a hacer contemplaciones. La realidad se define por la línea
que divide la vida y la muerte. A ambos lados no queda más que el ser. O estar
vivo, o muerto. Viendo la realidad que me echaba a los hombros la
responsabilidad de cuarenta millones de ciudadanos, quiso alivianarme el peso,
y por ello eliminó a las personas con quienes yo perdería el tiempo: mi esposa y mi hijo.
Pagué a una agencia para que se
encargara de todo, el funeral, la cremación y los papeles judiciales. Salí del
hospital y allí me interceptó la policía, me metieron en una patrulla y me
volvieron al palacio. Debía rendir protesta: la reina Victoria y el rey
Salvador estaban esperando... Un toque de sus manos santas y ya era, oficialmente,
Primer Ministro de Valencia, Gobernador del Estado Rojo, Regidor de la Ciudad
de Los Ángeles, Protector de la Comunidad de Naciones de los países de Auftorem
y territorios anexados, y vocero de la Casa Real.
“Yo, Matthew Hindemburg, rindo ante
ustedes, en esta plaza centenaria, sobre los santos evangelios y la carta
imperial, y con el corazón en la mano, que defenderé a mi patria con la vida, y
a la vida, con mi patria. Haré valer la declaración imperial de los derechos
del hombre, y guardaré las tradiciones que se han salvado desde la fundación de
este imperio, para que todo ciudadano valenciano viva en paz, amor y
tranquilidad...”
Pasan los años, los meses, las horas. La
vida continúa aunque no estemos vivos porque ya la muerte ha sobrepasado. El
destino es el destierro, y nuestro destierro, la existencia atada a nuestro ser
en este mundo. Vivir cada segundo, como si fuera nuestro, es la máxima ilusión
que nos da felicidad; así pues, disfrutémoslo, aunque, como ya he dicho, sea
sólo eso, una ilusión, una quimera, un espejismo.
— ¿Matt? —Me pregunta Alex apenas
entrando en mi dormitorio—, ¿estás bien?
— Sí —le respondo—, sólo escucho Eroica, de Beethoven... y escribo.
Sonrío.
miércoles, 14 de marzo de 2012
El sillón rojo - Primer capítulo.
14 de Marzo del año 31 del
reinado Rossieux-Rossemburg.
¿Quién se da cuenta de la realidad? ¿La
realidad se dará cuenta de que alguien se dio cuenta de ella? ¿Cambiaría la
realidad si notáramos que está allí: afuera? Pienso que la realidad es eso:
realidad. Y nadie se da cuenta de ella. Todo lo que pasa alrededor de nosotros
está regido por unas leyes que no han sido escritas en la lengua humana; van
más allá de todo entendimiento y se acercan a la cuna de lo divino. Por
ejemplo, esta mujer que espera el autocar de pie bajo un puente peatonal no
sabe que diez kilómetros atrás de la vía de la Carta Magna, ha ocurrido un
grave incidente con múltiples heridos, dos muertos y una unidad de transporte
sin reparo. Esta noche no llegará a casa a la hora que acordó con su novio.
Sentados en un sillón de cuero comerían platos de ensalada, y en la televisión
pasaría la serie médica de las 9:00 pm... después se irían a la cama y
dormirían. Esta mujer ya se ha dado cuenta de que el autocar se retrasa;
consulta su reloj y suspira: su vaho se
condensa en el ambiente fresco. Luego pasa un taxista a toda velocidad. Él no sabe que el cliente que tenía que recoger
a las 7:30 del Instituto Nacional de Cardiología ya se ha marchado con otro,
pues ahora ya el reloj marca las 7:54.
Aquí, una jovencita de no más de 19 años baja con enfado las escaleras que
llevan a la estación del tren. Ya ha remarcado once veces el número de su
novio. Cuando salieron del cine, él túvose que marchar por unos pendientes muy
importantes de la Universidad. Se dieron un beso. Ella quedó dolida. ¿a caso no
la llevaría de vuelta a su casa? Se
indignó, pero no había otra salida. Bien ella sabía cuan importantes eran los deberes de la
universidad. Él le dijo que cuando estuviera ya en casa, le marcaría al móvil para
decirle lo mucho que la amaba. La chica estuvo de acuerdo. Otro beso, y, cada
uno por su cuenta, marcharon hacia su destino.
La jovencita marca la doceava vez. No
responden la llamada. ¿Qué se ha creído este canalla? Ya se ha enojado. Tiene
razón. No conoce la realidad, aunque esté allá
afuera. Y aunque la conociera, no tendría potestad alguna para
alterarla. Como ya he dicho, la realidad está sometida a leyes que superan
hasta el intelecto más intelectual... El chico ha caído en coma. Por la tarde
no tomó su medicina para las convulsiones: era ese el asunto del que se tenía
que encargar. Pero apenas llegó a la puerta de su casa, en la calle Cherry, se desplomó bajo el
umbral de la farola de la plaza y convulsionó por casi dos minutos. “Serán los gatos”, dijo su madre al escuchar
un aullido inhumano desgarrándose tras la puerta. “Iré a aventarles este
periódico, a ver si así se largan de aquí”. Abrió la puerta, y la realidad se
sucedió a sí misma. Ya todo estaba destinado. Y ellos, aunque vivían en la
realidad, no la conocían. Porque
realidad sólo hay una. Pero nosotros, siempre necios, intolerantes a lo que no
queremos, le hemos dividido en tres: presente, pasado y futuro. El presente
hubo de ser, el pasado es presente evocado, y el futuro está escribiéndose hasta
este punto en que termina el párrafo.
Voy retrasado. El taxi entra en la
región 60. La llamaron “Univercia City” desde hace tres siglos; aunque en esa
época, la región 60 ó “Univercia City” no era más que un boceto, dibujos que el
fundador Ramón había delineado sobre pieles o esténcils de fibras vegetales
como una simple herramienta de desahogo a su infinita (quiero suponer)
imaginación. Quién iba a pensar hace tres siglos que ahora, este hombre que va
retrasado (y en un taxi, arrebujado), iba a ser el hombre que erigiera la
ciudad eterna, la ciudad quimérica, la ciudad de las fiebres, la ciudad siempre
soñada: Univercia City: La ciudad del universo.
Llego a la puerta del número 2 de la
avenida Galaxia. Por ahora este edificio de paredes de espejo, altísimo: un
rascacielos moderno, guarda la cátedra del Primer Ministro.
Y ¿quién es el primer ministro?
Yo: Matthew Hindemburg, hijo de la dulcísima
ama de casa Jeannette Hindemburg y del conductor de orquesta Marcus R. Blake.
De éste último no supe que era mi padre hasta hace un año, tres semanas después
de su súbito deceso en las vísperas de la fiesta del fin de la Guerra Roja.
De pronto tuve padre... y no sólo eso.
También me llegó un hermano. De acuerdo: medio hermano. ¿Pero eso cambia las
cosas? Yo creo que no. Su nombre es: Jake Hindemburg, y también se dedica a
dirigir una orquesta. ¡Y qué orquesta! La Real Filarmónica toca a su bate.
Según sé, mi hermano fue alumno de Marcus sin saber nunca que este hombre por
el que sentía una afección inconclusa era en verdad su padre. ¿Entonces cómo
nos enteramos? Luego de la muerte de Marcus R. Blake, Jake Hindemburg me envió
un sobre amarillento que contenía varios folios hechos por la pluma de Marcus.
En estos papeles el director de orquesta vertía párrafos como: “Me parece que
lo he visto... en este vasto imperio nadie tiene unos ojos como los míos y los
de mis hijos: color de un mar desnudo y vibrante...” Y otro que decía, “Sí, es
él... Matthew es el hombre detrás de Joseph Rossemburg. ¿Se acordará de mí
después de tantos años? ¿Sabrá que su padre vive?” Otro folio revelaba: “El día
en que tenga a mis dos hermosos hijos otra vez delante de mí, sé que no podré lanzármeles
así en un abrazo parsimonioso: por muy director de orquesta renombrado que sea,
simplemente serán personas aparte. ¡Dios! Este es el peor castigo a mis
aventuras, tú me lo has mostrado, y es tener al ser amado cerca, y no poder
abrazarlo, Tener ganas de beber agua, verla en el manantial, y al agacharse
para hundir las manos en cuña, todo es en realidad una visión amorfa. Perdón,
Dios, perdón... Sólo déjame estar un día con ellos, tan sólo un día con ellos
dos. Juntos.”
El último folio estaba fechado con el
día que precedió a su muerte. Nunca, nunca nos vio juntos. (¿No llegó el
perdón?) Yo apenas conversé con él después del estreno de El lago de los Cisnes. Hube de notar en los ojos del conductor cierto entusiasmo, pero
nada fuera de lo común. Según mi madre, mi padre jamás había existido. Pero
vaya que existió.
Ya lo creo... es un tema muy extenso del
que valdrá la pena, otro día, de revisar con más calma.
Entro en el edificio y subo hasta la
oficina, en el último piso. Antes de abrir la puerta, recargo la oreja en ella
y escucho los murmullos sórdidos de mis colegas. Deben estar ardiendo en
preguntas. ¿Dónde estuve? ¿Por qué no avisé a dónde iba? ¿Qué hay del mensaje
conmemorativo? Dónde esto, dónde lo otro, esto qué, eso allá, etcétera.
Entro y voy repasando las caras de estos
colegas míos.
Al fondo, sentado en el borde de mi
escritorio de ébano, está Joseph Williams. Todos le decimos Joe. ¿Qué hace él?
Pues sencillamente se encarga de tirarme de la cama para que siga siendo el
primer ministro. Es, en palabras de ujier, el Vicario Imperial. Y su función
más importante es la de ayudarme a llevar el cargo lo mejor posible.
— ¿Dónde demonios te habías metido? —Me
dice, levantándose de su puesto—. Te hemos buscado todo el puto día.
¿Lo ven? Sabía que esa sería su forma de
reaccionar. Siempre lo es. Y lo compadezco. Si me pasara algo, él tendría que
responder sobre mi cadáver, y en seguida, llamar al parlamento a deliberar un
nuevo primer ministro. Se lee muy fácil... ¡jo! Es jodidamente complicado.
En mi sillón rojo, que uso a menudo para
dormir, está sentado Edward Wyzecki, Portavoz de la sala de la Gubernatura. A
mi parecer, su título explica su hacer: llevar los mensajes del Primer Ministro
al mundo. Como su novio ya lo ha hecho, se siente ahora en la facultad de hacer
lo mismo. ¡Dispara!
—
No le dijo a nadie a dónde fue... simplemente ¡desapareció!
Se levanta entonces, del asiento de
madera, mi hermano. Jake Hindemburg. Su cabello rubio y liso ya le llega hasta
los hombros. Me mira con insistencia, pero al final no dice nada. De pronto, de
la puerta contigua salen dos muchachos. ¡Qué alegría! Son mi hijo adoptivo: Alexander
Aang Von Hindemburg —Es extranjero—, y su amigo —hijo adoptivo de Joe
y Edward—: Jason Lewis, huérfano de padre y madre hace dos años por un atentado
terrorista.
— Finalmente llega —suelta Alex—, se los
dije, ¿qué no?
Alex, joven de 16 años fue primeramente
hijo adoptivo de Joseph Rossemburg, pero a su muerte hace dos años, la custodia
pasó a ser mía. ¿Razón? Aún la desconozco. Quizá porque entonces yo era el
Vicario Imperial y él el Primer Ministro. Pero ya no... Ha pasado la realidad, llevándose
un pasado y un presente.
—Alex insistió en que estaba bien... —dijo
de pronto Jason—, lo estuvo repitiendo a cada rato...
Sus padres, Joe y Ed lo miraron
inquisitivamente.
—Hombrecito —replicó Edward—, sé que te
falta un año para la mayoría de edad... no quieras pasarte de listo, que aquí
la cosa es con su excelencia.
— ¡Jo! —dejó salir Jake.
— ¿Dónde estuviste todo este tiempo? —me
preguntó otra vez Edward.
— Afuera —respondí, luego entré en la
sala y me senté a un lado de Joe. No lo miré: me estudié las uñas, mordisquee
una. Los demás me seguían mirando. ¿Tendría monos pintados en la cara?
—Voy a repetirlo otra vez —sentenció
Edward—. ¿Dó...?
— ¡Déjalo ya! —interrumpió Jake, dándose
la vuelta hacia los dormitorios con una sonrisa burlona en el rostro.
—Hoy se cumplen dos años de la muerte de
Joseph Rossemburg —empezó Joe. De rebato sentí cómo se me crispaban las
neuronas. Salté, sin control, de mi asiento y me dirigí hacia los ventanales
del sur. Por la calle pasaba un convoy de ambulancias.
— ¿Ministro? —inquirió Edward.
Ya era suficiente.
— ¡Qué-demonios-quieren? —Exclamé—, ¡ya
sé qué fecha es hoy! Es imposible que la
haya olvidado.
— ¿Entonces dónde estuvo? —insistió
Edward a gritos.
—En este lugar llamado “soledad” —respondí—,
deberías ir allí de vez en cuando a calmar tus pensamientos.
— ¡Qué dice!
—Lo que digo —espeté tratando a
conciencia endulzar mi tono—, es que estuve sólo... todo el día he estado sólo.
¿En qué lugar? Eso es algo que no les incumbe. Si hoy es el aniversario de
Joseph El Grande, El traedor de Felicidad, eso ya lo sé... No es para mí igual
de fácil honrar su muerte como ustedes lo hacen... ¡porque ustedes no lo
conocieron nunca! Pero yo sí. Lo conocí, fue mi amigo por años. Durante la
guerra fuimos hermanos. Y de pronto murió. ¿De qué? Ni los mejores médicos lo
saben.
—Matt... —dijo Joe tratando de
apaciguarme.
— ¡No! —exclamé—. Para el imperio la
figura de Joseph Rossemburg es la de un libertador, la de un General San Martín
o la de un Napoleón, o algo por el estilo; el héroe histórico que quieran.
No... Para mí no fue eso. Para mí fue un hermano... un hermano que estuvo allí
para defenderme... para enseñarme... para construirme... Y saber que ya no está
para eso me rompe el alma. ¿Qué no lo ven?
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