miércoles, 28 de marzo de 2012

Dark lantern.


Takeru abrió el cajón de la vieja alacena polvorienta, olvidada desde la guerra en el sótano, y se quedó observando su contenido afectado por el aire cargado con partículas de polvo. Del cajón se disparó un aroma a papel viejo, óxido y naftalina que rápidamente se coló por la pequeña nariz de Takeru, y lo hizo estornudar: ¡achú! Temiendo que alguien notara su ausencia en la casa, Takeru sacó de su bolsillo una linternilla; la encendió e inspeccionó la puerta: estaba cerrada. Escuchó pronto un chasquido de pasos y tierra. Giró hacia el otro lado, su linterna iluminó un viejo tocadiscos volteado sobre una silla de patas rotas. De momento la respiración se le cortó, el pulso elevó sus veces por minuto, y por su pecho sintió correr el ácido del temor a ser descubierto. Permaneció inmóvil por unos segundos, esperando que su corazón amansara y la respiración le cesara de ser dificultosa. Al cabo de un rato había conseguido apaciguarse el miedo. Entonces volvió hacia la puerta. ¡AH! Takeru gritó y dejó caer la linternilla. No hubo ruido de impacto, sólo la oscuridad inundó los recovecos de cada objeto olvidado. 

lunes, 26 de marzo de 2012

Pi, el orden de caos.


Al igual que otros directores de cine de arte, el bagaje fílmico de hecho por Darren Aronofsky es pequeño, comparado con las listas de los magnates de Hollywood como James Cameron. Así pues, es preciso denotar que una cosa es cantidad, y otra, muy distinta, calidad. Y Darren Aronofsky puede distinguirse del resto del mundo fílmico con su calidad infinitamente impresionante. Las generaciones jóvenes lo podemos identificar con películas como Réquiem por un sueño (EUA, 2000), El luchador (2008), y la que le valió una nominación al Óscar en la categoría de Mejor Director: Black Swan (2010). Pero antes de todo este glamur y reconocimiento –no por menos merecido–, llegara a su vida, Darren hubo de debutar unos años atrás con un filme que le devolvió vida al cine de suspenso y thriller. Pi, el orden del caos (1998), ópera prima de Aronofsky, cuenta la historia de Maximillian Cohen, un brillante matemático, que de niño sufrió una afección ocular a causa de mirar el disco solar varios minutos (razón por la que se editó, a manera de inmersión en los ojos del protagonista, a blanco y negro) y por lo cual, desarrolló migraña y excéntricamente, un carácter limítrofe con el estado autista. Su patológica timidez y su inconclusa paranoia lo orillaron, quizá, a otra afección psiquiátrica, un trastorno obsesivo con las matemáticas; porque Cohen consideraba, y luchaba por demostrarlo, que el universo en su totalidad podía ser explicado con una base matemática absoluta. La bolsa de valores se convierte así en su más cercana aproximación al cálculo y predicción de fenómenos que se rigen por los números. Todos los datos que considera fenómenos naturales-matemáticos, o los anota en periódicos gastados o en su ordenador gigante. He aquí que un día, la máquina le devela una serie de números que bien podrían sumar 216 dígitos.
216, 216, 216, 216...
Creyendo que tal comportamiento del ordenador podía solamente deberse a un error programático, tira la impresión y decide desembarazarse del asunto, que era, en primer plano, el comportamiento natural de la bolsa. Tan de súbito como son las coincidencias, los encuentros y los desvaríos en esto que se llama destino, el matemático ya se halla sumido en búsqueda del mismo dígito que una tarde desechó en la basura, pues para el grupo de judíos con el que congenió después, puede tratarse del nombre del mismísimo Dios; y por otra parte, para un grupo de economistas, es la clave para engendrar riqueza y poderío sobre el crudo mundo bursátil. 
Es una obra que se define por su magnífica fotografía que revive las técnicas de la ciencia ficción clásica, amoldada, por supuesto, a la visión detallista del director. Por los frescos rieles de su banda sonora corren, sin duda ni falsaría, las actuaciones de Sean Gullette y Mark Margolis. La compone una trama confusa, clarividente y a momentos, reveladora; y en otros, inspiradora. Es un batido de emociones truculentas, mentes distorsionadas, imágenes barridas y datos sinsentido; ingredientes vertidos en un bol que gira y gira, igual que el mundo: sin detenerse.

©MMXII

jueves, 15 de marzo de 2012

El sillón rojo - Segundo Capítulo


15 de Marzo del año 31 del reinado Rossieux-Rossemburg.

La vida se cubre de nubes, cae la lluvia, se alivia la congestión del sollozo: la vida sigue su interminable ciclo de lágrimas y risas, verdades y falsedades, altos y bajos, etcétera. Hay vidas, hay muertes, y nuevos nacimientos se apilan en cada hospital imperial. Es cierto. Uno muere, le sufren y todo, pero está muerto. Eso es algo que no se puede cambiar ni con un océano de puras lágrimas. Es difícil comprenderlo. Me pregunto cómo se aventuró la Dra. E. Kubler Ross en la difícil tarea de estudiar el duelo. Creo que sentirlo, en sí, ya es demasiado. Perder... ¿a quién le gusta perder? A nadie. ¿Por qué? Porque somos egoístas. Y somos egoístas porque somos humanos.
Hace dos años murió mi noble amigo Joseph Rossemburg en la madrugada. Para el medio día, su testamento ya había sido leído. “Quiero que me entierren lo antes posible, no expongan mi cadáver a las masas: si he muerto es porque a Dios se le apeteció darme un descanso, y sinceramente quiero descansar.” Así se hizo. A las 24 horas de su deceso, el ministro ya había sido incinerado, y sus restos reposaban bajo el altar mayor de la Catedral de Santa María. “Mi deseo más profundo para mi nación es que no permanezca más de unas horas sin Primer Ministro. Apenas pare mi corazón, pido a mi Vicario Imperial que convoque al Parlamento a deliberar la elección de otro mandatario, en nombre de Cristo y de nuestros nobilísimos reyes.”
—En torno a este asunto que ha dejado al Imperio en choque, el Vicario Imperial dará  unas palabras. En vivo desde La Casa de La Gubernatura:
—Buenos días...
Inicié  un discurso del que apenas me acuerdo. No eran mis palabras. No podían ser. Mi  amigo de guerra, colega, hermano, muerto. ¡MUERTO!
—...murió a las 6:43 de la madrugada en sus aposentos luego de una súbita falla multiorgánica. Aún se desconoce lo que desató dicho padecimiento.
Recordé su cara de agonía. Se le hacía tarde, abrí la habitación para levantarlo. Llegué  a la cabecera y toqué su frente. ¡Fría! Más fría que el hielo. Era un frío de muerte, una sensación que se me tatuó en la mano por varias semanas. Y luego sus ojos en blanco, su boca abierta, su respiración imperceptible.
— ¡Auxilio! —Grité— ¡Alguien ayúdeme!
Entonces recuperó la conciencia por unos segundos. ¿Sintió mi presencia? Quizá escuchó mis gritos. Me tomó por la camisa con su mano estremeciéndose por la muerte. Me miró con esos ojos de agua, de cielo: azules. Y dijo:
— Tan rápido, la luz... se ha apagado...
Expiró. Había alcanzado la luz, y ya su alma se elevaba hacia la eternidad con la parsimonia de su sonrisa tierna.
—... ¡Llamo al parlamento a reunirse el día de hoy en el Palacio del Imperio a deliberar el sucesor de Joseph Rossemburg, el traedor de la felicidad...”
Entramos todos los ministros de los estados y las regiones en la capilla central. Se contaron 319 asistentes. Como en el vaticano, en el cónclave, se cerrarían las puertas hasta la deliberación. Las campanas de la catedral anunciarían la buena nueva.
“—Monti
“—Monti
“—Monti
“—Monti
“—Gyllenhaal. Todavía no se ha alcanzado la mayoría de la audiencia —declaró el escrutador—. En dos horas habrá una nueva votación.”
Mientas la elección se decidía a puerta cerrada, el cuerpo de Joseph entraba en el crematorio, y su piel se convertía en polvo. Siguió la votación. Nada. En la tercera se perfiló Monti como siguiente Primer Ministro; su nombre acaparó el primer tercio. Luego:
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg
“—Hindemburg...”
Todos los ministros me miraron con esos ojos pueriles que uno hace cuando sabe que ha hecho algo que le cargará en la conciencia. El escrutador se levantó solemnemente de su escritorio, llegó a mi lugar en los asientos y dejó en el suelo, frente a mis pies, el báculo rojo.
— ¿Acepta el cargo que el Imperio le confía?
Miré a todos, incrédulo. ¿Yo? ¿Yo había sido electo, de entre mejores candidatos con brillantes carreras políticas? ¿Yo, el chico de provincia, que no llegaba ni a los treinta?
—Sí —musité—, acepto.
Entre tanto, en la quinta avenida, a la altura de la puerta Oeste del muelle de Argentis, mi mujer, embarazada de veinte semanas, perdía el control del Olimpia, se derrapaba hasta el borde de la calle y salía, volcándose entre los ramajes del bosque, y moría al instante, mi hijo también.
Sonaron las campanas de las catedrales de todo el Capitolio. De  inmediato se escribió la carta a los monarcas. “El noble ministro, Matthew Hindemburg, ha sido electo como Primer Ministro para representar a su nación ante ustedes monarcas, y ante el mundo, con orgullo y sinceridad y devoción...”
Salió el escrutador al balcón del Palacio y ondeó la bandera nacional. La gente, en la plaza agitó, confusa, también banderas de todas las regiones.
—Se ha deliberado, para la gloria del Imperio de Valencia, un nuevo primer ministro: ¡Matthew Hindemburg!
Otro jovencito, habrán dicho los conservadores. Un laborista, habrán pensado en los sindicatos. Un obrero, pensarían las amas de casa. Un inexperto, aseguraron los oponentes. Fuese como fuese, había dejado de ser un ministro... para ser el PRIMER MINISTRO.
Salí al balcón con el báculo Rojo entre las manos: lo extendí hacia la multitud. Entonces me llamaron del interior con urgencia. Había ocurrido una desgracia. La gente en la plaza se quedó pasmada al ver mi desaparición súbita. Salí del palacio sin autorización, ignoré a la muchedumbre que se acercaba por las calles. Trepé a un taxi. Las patrullas siguieron el carro. ¿Qué  pasa? Me preguntó el cochero. Nada, le respondí, siga avanzando... ha muerto mi esposa con mi hijo dentro de su vientre. El taxista bajó la velocidad y se giró para verme. Yo lloraba... ¿qué hombre no lloraría ante tal situación? “Lo siento”, me dijo. Le agradecí. “Lléveme al Alexander’s Hospital”.
Ahí estaba ella, sobre una camilla, en la morgue. Su cuerpo entero cubierto por una sábana verde, el color del luto. “Lo siento”, me dijo el encargado del pabellón.
Había muerto mi esposa y mi hijo. Un simple “lo siento” no aminoraba el terrible dolor que esgrimía mis entrañas con raudo calor ardiente.
Así es el destino, la vida, la realidad. Pasa. No se detiene a hacer contemplaciones. La realidad se define por la línea que divide la vida y la muerte. A ambos lados no queda más que el ser. O estar vivo, o muerto. Viendo la realidad que me echaba a los hombros la responsabilidad de cuarenta millones de ciudadanos, quiso alivianarme el peso, y por ello eliminó a las personas con quienes yo perdería el tiempo: mi esposa y mi hijo.
Pagué a una agencia para que se encargara de todo, el funeral, la cremación y los papeles judiciales. Salí del hospital y allí me interceptó la policía, me metieron en una patrulla y me volvieron al palacio. Debía rendir protesta: la reina Victoria y el rey Salvador estaban esperando... Un toque de sus manos santas y ya era, oficialmente, Primer Ministro de Valencia, Gobernador del Estado Rojo, Regidor de la Ciudad de Los Ángeles, Protector de la Comunidad de Naciones de los países de Auftorem y territorios anexados, y vocero de la Casa Real.
“Yo, Matthew Hindemburg, rindo ante ustedes, en esta plaza centenaria, sobre los santos evangelios y la carta imperial, y con el corazón en la mano, que defenderé a mi patria con la vida, y a la vida, con mi patria. Haré valer la declaración imperial de los derechos del hombre, y guardaré las tradiciones que se han salvado desde la fundación de este imperio, para que todo ciudadano valenciano viva en paz, amor y tranquilidad...”  

Pasan los años, los meses, las horas. La vida continúa aunque no estemos vivos porque ya la muerte ha sobrepasado. El destino es el destierro, y nuestro destierro, la existencia atada a nuestro ser en este mundo. Vivir cada segundo, como si fuera nuestro, es la máxima ilusión que nos da felicidad; así pues, disfrutémoslo, aunque, como ya he dicho, sea sólo eso, una ilusión, una quimera, un espejismo.

— ¿Matt? —Me pregunta Alex apenas entrando en mi dormitorio—, ¿estás bien?
— Sí —le respondo—, sólo escucho Eroica, de Beethoven... y escribo.
Sonrío. 

miércoles, 14 de marzo de 2012

El sillón rojo - Primer capítulo.

14 de Marzo del año 31 del reinado Rossieux-Rossemburg.


***
¿Quién se da cuenta de la realidad? ¿La realidad se dará cuenta de que alguien se dio cuenta de ella? ¿Cambiaría la realidad si notáramos que está allí: afuera? Pienso que la realidad es eso: realidad. Y nadie se da cuenta de ella. Todo lo que pasa alrededor de nosotros está regido por unas leyes que no han sido escritas en la lengua humana; van más allá de todo entendimiento y se acercan a la cuna de lo divino. Por ejemplo, esta mujer que espera el autocar de pie bajo un puente peatonal no sabe que diez kilómetros atrás de la vía de la Carta Magna, ha ocurrido un grave incidente con múltiples heridos, dos muertos y una unidad de transporte sin reparo. Esta noche no llegará a casa a la hora que acordó con su novio. Sentados en un sillón de cuero comerían platos de ensalada, y en la televisión pasaría la serie médica de las 9:00 pm... después se irían a la cama y dormirían. Esta mujer ya se ha dado cuenta de que el autocar se retrasa; consulta  su reloj y suspira: su vaho se condensa en el ambiente fresco. Luego pasa un taxista a toda velocidad. Él  no sabe que el cliente que tenía que recoger a las 7:30 del Instituto Nacional de Cardiología ya se ha marchado con otro, pues ahora  ya el reloj marca las 7:54. Aquí, una jovencita de no más de 19 años baja con enfado las escaleras que llevan a la estación del tren. Ya ha remarcado once veces el número de su novio. Cuando salieron del cine, él túvose que marchar por unos pendientes muy importantes de la Universidad. Se dieron un beso. Ella quedó dolida. ¿a caso no la llevaría de vuelta a su casa? Se  indignó, pero no había otra salida. Bien ella sabía cuan  importantes eran los deberes de la universidad. Él le dijo que cuando estuviera ya en casa, le marcaría al móvil para decirle lo mucho que la amaba. La chica estuvo de acuerdo. Otro beso, y, cada uno por su cuenta, marcharon hacia su destino.
La jovencita marca la doceava vez. No responden la llamada. ¿Qué se ha creído este canalla? Ya se ha enojado. Tiene razón. No conoce la realidad, aunque esté allá  afuera. Y aunque la conociera, no tendría potestad alguna para alterarla. Como ya he dicho, la realidad está sometida a leyes que superan hasta el intelecto más intelectual... El chico ha caído en coma. Por la tarde no tomó su medicina para las convulsiones: era ese el asunto del que se tenía que encargar. Pero apenas llegó a la puerta de su casa,  en la calle Cherry, se desplomó bajo el umbral de la farola de la plaza y convulsionó por casi dos minutos.  “Serán los gatos”, dijo su madre al escuchar un aullido inhumano desgarrándose tras la puerta. “Iré a aventarles este periódico, a ver si así se largan de aquí”. Abrió la puerta, y la realidad se sucedió a sí misma. Ya todo estaba destinado. Y ellos, aunque vivían en la realidad, no la  conocían. Porque realidad sólo hay una. Pero nosotros, siempre necios, intolerantes a lo que no queremos, le hemos dividido en tres: presente, pasado y futuro. El presente hubo de ser, el pasado es presente evocado, y el futuro está escribiéndose hasta este punto en que termina el párrafo.
Voy retrasado. El taxi entra en la región 60. La llamaron “Univercia City” desde hace tres siglos; aunque en esa época, la región 60 ó “Univercia City” no era más que un boceto, dibujos que el fundador Ramón había delineado sobre pieles o esténcils de fibras vegetales como una simple herramienta de desahogo a su infinita (quiero suponer) imaginación. Quién iba a pensar hace tres siglos que ahora, este hombre que va retrasado (y en un taxi, arrebujado), iba a ser el hombre que erigiera la ciudad eterna, la ciudad quimérica, la ciudad de las fiebres, la ciudad siempre soñada: Univercia City: La ciudad del universo.
Llego a la puerta del número 2 de la avenida Galaxia. Por ahora este edificio de paredes de espejo, altísimo: un rascacielos moderno, guarda la cátedra del Primer Ministro.
Y ¿quién es el primer ministro?
Yo: Matthew Hindemburg, hijo de la dulcísima ama de casa Jeannette Hindemburg y del conductor de orquesta Marcus R. Blake. De éste último no supe que era mi padre hasta hace un año, tres semanas después de su súbito deceso en las vísperas de la fiesta del fin de la Guerra Roja. De  pronto tuve padre... y no sólo eso. También me llegó un hermano. De acuerdo: medio hermano. ¿Pero eso cambia las cosas? Yo creo que no. Su nombre es: Jake Hindemburg, y también se dedica a dirigir una orquesta. ¡Y qué orquesta! La Real Filarmónica toca a su bate. Según sé, mi hermano fue alumno de Marcus sin saber nunca que este hombre por el que sentía una afección inconclusa era en verdad su padre. ¿Entonces cómo nos enteramos? Luego de la muerte de Marcus R. Blake, Jake Hindemburg me envió un sobre amarillento que contenía varios folios hechos por la pluma de Marcus. En estos papeles el director de orquesta vertía párrafos como: “Me parece que lo he visto... en este vasto imperio nadie tiene unos ojos como los míos y los de mis hijos: color de un mar desnudo y vibrante...” Y otro que decía, “Sí, es él... Matthew es el hombre detrás de Joseph Rossemburg. ¿Se acordará de mí después de tantos años? ¿Sabrá que su padre vive?” Otro folio revelaba: “El día en que tenga a mis dos hermosos hijos otra vez delante de mí, sé que no podré lanzármeles así en un abrazo parsimonioso: por muy director de orquesta renombrado que sea, simplemente serán personas aparte. ¡Dios! Este es el peor castigo a mis aventuras, tú me lo has mostrado, y es tener al ser amado cerca, y no poder abrazarlo, Tener ganas de beber agua, verla en el manantial, y al agacharse para hundir las manos en cuña, todo es en realidad una visión amorfa. Perdón, Dios, perdón... Sólo déjame estar un día con ellos, tan sólo un día con ellos dos. Juntos.”
El último folio estaba fechado con el día que precedió a su muerte. Nunca, nunca nos vio juntos. (¿No llegó el perdón?) Yo apenas conversé con él después del estreno de El lago de los Cisnes. Hube de notar en los  ojos del conductor cierto entusiasmo, pero nada fuera de lo común. Según mi madre, mi padre jamás había existido. Pero vaya que existió.   
Ya lo creo... es un tema muy extenso del que valdrá la pena, otro día, de revisar con más calma.
Entro en el edificio y subo hasta la oficina, en el último piso. Antes de abrir la puerta, recargo la oreja en ella y escucho los murmullos sórdidos de mis colegas. Deben estar ardiendo en preguntas. ¿Dónde estuve? ¿Por qué no avisé a dónde iba? ¿Qué hay del mensaje conmemorativo? Dónde esto, dónde lo otro, esto qué, eso allá, etcétera.
Entro y voy repasando las caras de estos colegas míos.
Al fondo, sentado en el borde de mi escritorio de ébano, está Joseph Williams. Todos le decimos Joe. ¿Qué hace él? Pues sencillamente se encarga de tirarme de la cama para que siga siendo el primer ministro. Es, en palabras de ujier, el Vicario Imperial. Y su función más importante es la de ayudarme a llevar el cargo lo mejor posible.
— ¿Dónde demonios te habías metido? —Me dice, levantándose de su puesto—. Te hemos buscado todo el puto día.
¿Lo ven? Sabía que esa sería su forma de reaccionar. Siempre lo es. Y lo compadezco. Si me pasara algo, él tendría que responder sobre mi cadáver, y en seguida, llamar al parlamento a deliberar un nuevo primer ministro. Se lee muy fácil... ¡jo! Es jodidamente complicado.
En mi sillón rojo, que uso a menudo para dormir, está sentado Edward Wyzecki, Portavoz de la sala de la Gubernatura. A mi parecer, su título explica su hacer: llevar los mensajes del Primer Ministro al mundo. Como su novio ya lo ha hecho, se siente ahora en la facultad de hacer lo mismo. ¡Dispara!
 — No le dijo a nadie a dónde fue... simplemente ¡desapareció!
Se levanta entonces, del asiento de madera, mi hermano. Jake Hindemburg. Su cabello rubio y liso ya le llega hasta los hombros. Me mira con insistencia, pero al final no dice nada. De pronto, de la puerta contigua salen dos muchachos. ¡Qué alegría! Son mi hijo adoptivo: Alexander Aang Von Hindemburg —Es extranjero—, y su amigo —hijo adoptivo  de  Joe y Edward—: Jason Lewis, huérfano de padre y madre hace dos años por un atentado terrorista.
— Finalmente llega —suelta Alex—, se los dije, ¿qué no?
Alex, joven de 16 años fue primeramente hijo adoptivo de Joseph Rossemburg, pero a su muerte hace dos años, la custodia pasó a ser mía. ¿Razón? Aún la desconozco. Quizá porque entonces yo era el Vicario Imperial y él el Primer Ministro. Pero ya no... Ha pasado la realidad, llevándose un pasado y un presente.
—Alex insistió en que estaba bien... —dijo de pronto Jason—, lo estuvo repitiendo a cada rato...
Sus padres, Joe y Ed lo miraron inquisitivamente.
—Hombrecito —replicó Edward—, sé que te falta un año para la mayoría de edad... no quieras pasarte de listo, que aquí la cosa es con su excelencia.
— ¡Jo! —dejó salir Jake.
— ¿Dónde estuviste todo este tiempo? —me preguntó otra vez Edward.
— Afuera —respondí, luego entré en la sala y me senté a un lado de Joe. No lo miré: me estudié las uñas, mordisquee una. Los demás me seguían mirando. ¿Tendría monos pintados en la cara?
—Voy a repetirlo otra vez —sentenció Edward—. ¿Dó...?
— ¡Déjalo ya! —interrumpió Jake, dándose la vuelta hacia los dormitorios con una sonrisa burlona en el rostro.
—Hoy se cumplen dos años de la muerte de Joseph Rossemburg —empezó Joe. De rebato sentí cómo se me crispaban las neuronas. Salté, sin control, de mi asiento y me dirigí hacia los ventanales del sur. Por la calle pasaba un convoy de ambulancias.
— ¿Ministro? —inquirió Edward.
Ya era suficiente.
— ¡Qué-demonios-quieren? —Exclamé—, ¡ya sé qué fecha es hoy! Es imposible  que la haya olvidado.
— ¿Entonces dónde estuvo? —insistió Edward a gritos.
—En este lugar llamado “soledad” —respondí—, deberías ir allí de vez en cuando a calmar tus pensamientos.
— ¡Qué dice!
—Lo que digo —espeté tratando a conciencia endulzar mi tono—, es que estuve sólo... todo el día he estado sólo. ¿En qué lugar? Eso es algo que no les incumbe. Si hoy es el aniversario de Joseph El Grande, El traedor de Felicidad, eso ya lo sé... No es para mí igual de fácil honrar su muerte como ustedes lo hacen... ¡porque ustedes no lo conocieron nunca! Pero yo sí. Lo conocí, fue mi amigo por años. Durante la guerra fuimos hermanos. Y de pronto murió. ¿De qué? Ni los mejores médicos lo saben.
—Matt... —dijo Joe tratando de apaciguarme.
— ¡No! —exclamé—. Para el imperio la figura de Joseph Rossemburg es la de un libertador, la de un General San Martín o la de un Napoleón, o algo por el estilo; el héroe histórico que quieran. No... Para mí no fue eso. Para mí fue un hermano... un hermano que estuvo allí para defenderme... para enseñarme... para construirme... Y saber que ya no está para eso me rompe el alma. ¿Qué no lo ven?