Gotas caen al teclado y lo mojan.
Escribo. Escribo porque me hablo, y como me hablo, me entiendo. También escucho
música, escucho música porque así compruebo que, si la aprecio, todavía soy
humano. Todavía lo veo; siento que estoy allí, parado sobre ese suelo limpio,
huelo el aroma que despiden el desinfectante y los fármacos, apilados por
decenas sobre un estante... cae otra gota. Respiro. Sigo vivo... vuelvo a
recordar los gestos inexplicables, las miradas que parecen significar algo que
no logro descifrar. Pido la herramienta y no está. La necesito, una vida puede
depender de la herramienta, y sigo sin encontrarla. Pregunto por ella, las
pupilas se entrevén. Cae el silencio de la respuesta vacía.
Debe estar allí, en el primer cajón,
echo otro vistazo y meto la mano hasta
el fondo. No está. Una vida puede
depender de la herramienta. Siguen los silencios, se alargan las miradas,
los rostros de concreto: duros, impenetrables. Me voy a buscarla, aunque, a
decir verdad, no sé dónde más buscar.
Regreso y digo que no está. Me parece
que estoy derrotado pues no he conseguido la herramienta de la cual puede
depender una vida. Y la requieren, requieren la herramienta a toda costa. Aquí caen
dos gotas: se mojan la ce y la eme. Una turbina, mi cabeza que da
incontables revoluciones. Tan rápido como el destello de un relámpago, en medio
de la adrenalina, me mira un ser y devela el lugar donde ha estado siempre la
herramienta. Corro, corro y alcanzo la herramienta. La preparo: la uso. La
herramienta mide, trabaja y con un bip da
un resultado que no crispa los nervios de nadie, pues ocurre, entre tanto, una
emergencia.
De súbito lo comprendo todo. O al menos,
creo comprender. Es pues, la situación de siempre. Se rompe el falso cristal
que han construido los demás para usar en su pos mi ceguera. Pero como ya lo he
dicho, ahora comprendo todo. Esas miradas de complot son las mismas que un día
me parecieron elogiar, me parecieron haber llamado amigo, me parecieron haberme hecho parte de su
círculo, me parecieron miradas puras,
claras... sinceras. Sinceras como las esculturas perfectas, sin mancha ni
quiebre.
Pero todo era una mentira...
todo era una desazón...
de vista gorda era su mira...
Y ante ella doblegué mi corazón...
Sí, lo hice; y no sólo eso, también les
brindé mi confianza pues mi razón cayó ante su fingida tolerancia y
compañerismo. Me duele, me duele ahora saber que todo fue una quimera, un
espejismo. Otro juego sucio, otro asesinato, otra cena de saboreadas
sensaciones porque, da una ojeada que esas miradas y ese ser se alimentan con
su juguete, la comida: el sentir de los demás.
Hace tres años encontré mi respuesta. El síndrome de Asperger...
saber que este término existía, y más bien, que existían más personas como yo fue algo revelador, me sentí tan...tan...tan
así: como el sediento que halla el maná en medio del desierto, como el náufrago
que se descubre acompañado en una isla abandonada, como una madre que ve a su
hijo por primera vez, como un astrónomo descubriendo un cuerpo planetario...
Sentí felicidad. Todo ahora estaba
claro. Vamos, todo encajaba a la perfección; yo no había caído por accidente en
el planeta tierra, y si había sido así, no era el único que vivía en este
planeta equivocado. Pero como había felicidad, conocer el término también
escondía un trasfondo oscuro que se asemejaba a una funesta profecía. Así sería
de por vida, no sería como una gripe o una viruela que puedes superar con
reposo y tratamiento. No... Así había
nacido, y si no había remedio, más me valía aprender a vivir de tal forma.
¡Me lo propuse!
Una de las características del Espectro
Autista, en donde se encuentra el Asperger, es que los individuos tiene una
dificultad marcada para relacionarse con las demás personas. Vamos, que les
cuesta socializar. Pero me lo había propuesto, a continuación dejaría la piel
en tratar de relacionarme mejor con las personas aunque de sus gestos y señales
entendiera apenas un poco. Y hasta hace un día pensé que todo marchaba a la
perfección —mira que tenía amigas que consideraba por poco a una familia, porque
en un trabajo, los colegas se convierten en algo así como tu segunda familia—,
pero sucedió lo típico. Sí, lo típico, porque ya me ha pasado varias veces.
Te das cuenta de que todo,
todo,
todo,
ha sido una mentira,
una farsa;
puro
teatro;
pura
máscara.
Triste, enojado, decepcionado, colérico,
deprimido... ninguna de estas palabras puede describir la forma en la que me
siento. Quizá terrible sea lo más
adecuado. Y terriblemente pregunto, ¿qué amigo deja que una persona
despreciable se divierta viendo cómo sufres, y además, le apoye?
La respuesta: NINGUNO
Veo el pasado y me doy cuenta de que me
he desgastado en vano por seis largos meses. Lo único que obtuve fue que
pusieran mi estupidez a prueba, como si de un mono yo me tratara.
“Vamos a escondérselo para ver qué
hace”
Frase dicha por una persona que se siente un Semi-Dios de la enfermería.
Si me faltará tanto humanismo y
sensibilidad el día que sea un profesional ejemplar,
con licenciatura y todo, prefiero, mil veces, ser un mediocre.
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