“¿Está Isá?”, le
preguntó Adela a Rosa.
“Sí, está acostado”, le
respondió la madre, “pasa a verlo”.
Lo encontró acostado en
un petate desgastado, cubierto por una colcha de estambre y otra más de lana
roja. Isá miraba hacia la pared, estudiando algún punto invisible, pero que
debió ser muy interesante. Adela se acercó despacio hacia él, y sin que el otro
se inmutara, sentóse a su lado, en el suelo. Permanecieron así, en silencio,
por varios minutos, escuchando como batían sus trinos los pájaros en los
árboles mañaneros. Luego se oyó el gemido del tren rasgando los aires
hirvientes. Alguna mula pasó de largo, el crepitar de sus cascos dejó de
escucharse hacia la lejanía. Ladró un perro tres veces y cantó un galló en el
patio. Luego Isá volteó y miró el contorno fino de la cara de Adela, quien
ahora parecía haber encontrado otro punto invisiblemente interesantísimo del
que no apartaba la mirada.
“Adela”, susurró Isá, “quiero
decirte algo pero no sé con qué palabras. Me hace falta aventarte los reflejos
del sol con el espejo; me hace falta echarte piedritas en tu cabeza y silbar
canciones junto a tu casa, por las noches, mientras paso... Me falta escribirte
esquelas y cartitas de amor, y de aromatizártelas con rosas disecadas... pero...
“Isá...”
“No, Adela, déjame
decirte... que quiero tenerte siempre conmigo; ¡no te lo digo porque me sienta
a un paso de morir, te lo digo porque si muero, sabrás que te amé desde que
conocí esa palabra, hmädi... hmädi ratsíso
henequindundthú[1].”
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