Como en un
espejo: dos imágenes borrosas se escinden de la colonia Roma. Clases sociales,
unos arriba, encima de los de abajo. Los ricos y pobres se avientan miradas que
no les alcanzan para cruzarse del otro lado. Y la ciudad se roe con el corazón
de Carlos; Carlitos. El pobre niño enamorado de la madre de su camarada en las
batallas en el desierto.
Fue una
tarde, de esas tardes escolares en las que se invita al compañero, amigo de al
lado para almorzar en casa cuando sucedió la infatuation, léase, de la traducción del inglés: estado en donde la
persona se ve sumida en el más profundo sosiego fundado irracionalmente en el
amor. Y así, fundado en la premisa anterior, Carlitos le dijo a Mariana «...estoy
enamorado de usted.» Y ella: «Te entiendo, no sabes hasta qué punto. Ahora tú
tienes que comprenderme y darte cuenta de que eres un niño como mi hijo y yo
para ti soy una anciana: acabo de cumplir veintiocho años. De modo que ni ahora
ni nunca podrá haber nada entre nosotros. ¿Verdad que me entiendes? No quiero
que sufras. Te esperan tantas cosas malas, pobrecito. Carlos, toma esto como
algo divertido. Algo que cuando crezcas puedas recordar con una sonrisa, no con
resentimiento. Vuelve a la casa con Jim y sigue tratándome como lo que soy: la
madre de tu mejor amigo. No dejes de venir con Jim, como si nada hubiera
ocurrido, para que se te pase la infatuation -perdón: el enamoramiento-
y no se convierta en un problema para ti, en un drama capaz de hacerte daño
toda tu vida.»*
Pero el
daño, hace días que estaba hecho. Quizá no era un daño corpóreo, pero, ardiendo
como el tacto de un garfio caliente, Mariana estaba tatuada en el corazón de
Carlitos; y de allí no se borraría, ni siquiera cuando la mujer tuviera ya
ochenta años.
De
despedida: un beso. Mariana le da a Carlitos un beso en la mejilla, un premio
de consolación. La edad los separa, probablemente también el sentimiento.
Carlitos, un niño que apenas va en la escuela básica, el hijo jamón de un
sándwich que se acompaña con sidral de manzana, o sea: el hijo de en medio, el
depravado, el insano porque su amor traspasa las paredes de moralidad que hasta
entonces se consideraban inexpugnables; de castigo se iría a encerrar con el psiquiatra
y con el cura que le enseña (sin querer) los malos tactos de los que Carlitos
no logra obtener ningún derrame.
Pero ya
algún día, la vida, o el destino mismo, o un mensajero ignoto le llevaría hasta
el cruel e incierto desenlace de esa
historia que inició al grueso calor del recreo, mientras dentro de sus entrañas
se llevaban a cabo las batallas en el desierto.
*Emilio Pacheco José, Las Batallas en el Desierto, México, Era, 2004.
*Emilio Pacheco José, Las Batallas en el Desierto, México, Era, 2004.
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