Hoy
comprendí algo realmente sorprendente y revelador.
¡No! Me niego a formar parte de las huestes que buscan hacer del hombre una máquina, mano de obra que no requiere aceite ni alineación de ejes o cromado de rieles.
¿A nuestra mamá o papá?
¿A nuestra religión?
¿Al Dios eterno?
Citando sabias palabras:
Fue
mientras leía la parte final de la novela "Tinta Violeta" de Eve Gil.
Lágrimas que acudieron al instante sin siquiera dudar del tiempo y espacio.
Escurrieron impetuosas, largas, finas y delgadas como hebras de lana deshilvanándose,
dejándose llevar por la suavidad de una vetusta rueca. Leía, releía ese párrafo
que terminó por desgarrarme a un personaje que ya consideraba como algo
indispensable en la trama del libro: Kazuyo. Kazuyo muerta. La imagen de su
semblante estático, como hecho de una cera especial que no se corrompe; quizá
sus ojos están abiertos, mirando las estrellas de esa noche estrujada por las
garras de Izanami. Y ya no despierta, ni siquiera el vientecillo aduraznado le
devuelve el color de su piel mexicana; ya no despierta: está muerta, muerta,
muerta. Duerme plácidamente.
Kazuyo...
Y Cho no
le dijo que la amaba. ¿Por qué? Porque esta cruenta sociedad colocó el
protocolo, y la princesa no puede amar a su doncella, a su aya, aunque la ame
sobre todas las demás cosas. Aunque lo sienta. Y ahora, ya no está.
Kazuyo...
Esta
sociedad, este cúmulo de personas que nos rodea tiene esa gran manía de
escindir nuestros actos en buenos y malos, en los que están moralmente bien
vistos y en los que es preciso escupir con todo nuestro fervor de buena
persona. ¿Hasta dónde debemos de llegar? ¿A dónde nos dirigimos con esto?
¿Llegaremos un día a el tiempo en el que hasta el amor sea prohibido, mal
visto? Es posible, por como están las cosas, es muy posible. Entonces amor será
la estela distante que alguna vez nutrió los corazones del mundo, y que a esos
días, yacerá enfrascado en algún búnker oculto bajo cien capas de piedras y
lodo, odio y venganza.
¡No! No
quiero que suceda eso, mil veces morir antes que ver ese apocalipsis.
¡No! Yo
no quiero perder a alguien sin antes haberle dicho lo que sentía por esa
persona. ¡No! Me niego a formar parte de las huestes que buscan hacer del hombre una máquina, mano de obra que no requiere aceite ni alineación de ejes o cromado de rieles.
¿Por qué
vivir la vida que otros quieren que vivamos?
¿A quién
tratamos de complacer exactamente?¿A nuestra mamá o papá?
¿A nuestra religión?
¿Al Dios eterno?
¡NO! Yo
quiero ser feliz, porque así lo deseo. Porque es MI vida, enteramente mía. Y si
no tengo una escritura de ello es porque este mundo moralista nos une con un
cordón umbilical transparente a los hilos de marioneta de nuestros padres, de
nuestras familias. ¡Que somos de ellos cuando no es así! En ese caso, ¿necesitaríamos
acaso de raciocinio? ¿De capacidad de pensar?
Entonces...,
¿entonces qué?
Entonces haz
lo que quieras, sonríe, come pan, siente culpa, come pan otra vez y haz
ejercicio. ¡Mastúrbate! Mira películas a media noche, cuídate, corre, has
tarea, estudia, acaricia un gato o un perro, ayuda a quien te necesita, ama.
¡Ama hasta que duela!, como decía la Madre Teresa de Calcuta. ¡Hasta que duela,
hasta que cale!
¿En alguna de estas acciones le haces daño a alguien?
No lo
creo. Citando sabias palabras:
“Nunca
tengáis miedo de defender que tenéis razón incluso si vuestro adversario es
vuestro padre, vuestra pareja, vuestro profesor, vuestro político, vuestro
predicador, o hasta vuestro Dios”
Juan Pablo I
Juan Pablo I
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