El calor
de sus brazos delgados,
el aroma
dulce de la paz delirante.
Paz,
protección, ínfula dorada, vino destilado,
vida que
palpita, sosegada bajo aquella
mirada
suya.
Ojos claros
traídos del fondo marino,
corazón
claro de grandes candores,
aquí
habita la miel del humano,
entre el
yugo de la sed nonata;
seno
materno entre el uno y el otro.
Abrazo;
nariz con codo,
palmas y
espalda,
tatuaje
que no se
borra,
tinta
indeleble
de lo que
fue investido
con una divina
capa de oro
refulgente.
Estatura,
órganos de vida,
sed que
mana de ventrículos
inundados
de sangre ardiente.
Palpitaciones
que curan la muerte,
indestructibles,
los muros,
inexpugnable
su piel cereza,
blanca
nieve de tez pálida.
Morada de
dos esencias
que se
compaginan entre
el
destino.
Inseparable
la memoria
del
dolor,
del
abrazo tuyo,
de tu
aroma,
amigo.
Tu regazo
hallado en el fondo
de una
caverna de olvido,
un
suspiro apaciguado
de
lágrimas contenidas.
Sangre,
una
esmeralda chorrea
al suelo
y
desaparece.
Calor del
vientre, de tórax
de tu
cuerpo de dulce aroma.
Textura
de la tela que cubre
tu
desnudez impoluta roza
mis
labios, mejillas, miocardio.
No hay
palabras, sólo consuelo.
Sólo
consuelo, sin palabras.
Existe un
vino añejo en la tierra,
tan añejo
como la tierra misma.
Dulce
aroma, picor de fruta,
alimento
extravagante, tropical,
delicioso.
Brazos
que respiran
y dejan
respirar
el yugo
de tu
vida,
de tu
corazón,
de ti,
mi
amigo.
De mi
amigo
y su
abrazo
sempiterno.
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