lunes, 12 de septiembre de 2011

Op. 10 - Carroñero

Era una fresca mañana de octubre, los pájaros revoloteaban alegremente entre las ramas de los setos del parque, el señor heladero repartía su sabor chicle y zarzamora con queso a mitad de precio; sobre sus patines, un niño y una niña dibujaban círculos de aire alrededor de la fuente mientras, sentado en una banquita cercana de piedra, un niño silbaba melodías que nunca nadie había escuchado. Contaban las personas a murmullos que aquel niño no tenía padre ni madre, que aquel niño era sordo porque le echaron el ojo o porque silbando se comunicaba con el diablo. Como era, las mujeres del pueblo, las niñas y los niños se apartaban del pequeño silbador. Lo que no sabía toda esta gente, era que el niño que silbaba sentando impasible en una banquita de piedra, cerca de la fuente del parque, se comunicaba con las aves que revoloteaban sobre las hojas y las ramas de los setos. Este pequeñín se llamaba Avión, porque según la costumbre del pueblo, se debía llamar a los hijos como el primer objeto que se cruzase en la mirada; en el caso de la madre de avión, fue, de hecho: un avión en el cielo. Y es que antes de los días presentes, aún no existían los aviones, es más, ni siquiera se pensaba que algo que no fueran los pájaros pudieran nadar en el cielo; por tanto, los nombres eran como: rosa, margarita, can, águila voladora de plumas moteadas o estrella magna en el cielo. Pero al niño llamado Avión, le tocó llamarse: Avión.


Y avión podía comunicarse con los pájaros, esos aviones que no eran falsos y hechos de metal. Un día, mientras la mañana transcurría como siempre, sin escuela, ni trabajo ni distracciones de un padre que oficia misa, Avión se subió a un árbol para convocar a los gorriones a que se juntaran con los zopilotes. Los gorriones eran unos señoriales personajes entre la comunidad de pájaros: vestían de plumas finas hechas por la madre naturaleza con especial cuidado en las desvanesencias de colores; se colgaban un monóculo en el ojo derecho y tomaban en té a las dos de la tarde: era imposible a que se juntaran con los zopilotes, esos seres negros, sucios y que se alimentan con carne muerta. No como ellos, que únicamente recogen finas semillas y seleccionadas hojas de seto. El problema por el que Avión deseaba que los gorriones se aliasen con los zopilotes era porque una tarde vio como un zopilote niño, al ver un cadáver de gorrión, no se lo comió, en lugar de eso, le buscó sitio debajo de un frondoso rosal y de dio cristiana sepultura. Detrás de un arbusto de zarzamoras, Avión miró aquel acto piadoso del Zopilote. Por eso se decidió a que Zopilotes y Gorriones fueran amigos.
Cuando fue a hablar con Zopilotes del asunto, estos se mostraron indiferentes y le contestaron que les daba igual ser amigos de los gorriones o no. De cualquier forma, sabía que aunque fueran amigos, lo serían falsamente, pues lo gorriones ni los zopilotes cambiaban. Avión miró al pequeño zopilotito que le dio sepulcro al ave muerta, no dijo nada y se bajó del árbol.
Entonces, un día, convocó a los zopilotes y a los gorriones a una junta al pie del rosal grande, cuando el cielo se pintara de un naranja atardecer, pero no les dijo a los unos que asistirían los otros.
La tarde llegó, y cuando el cielo se pintó de naranja los zopilotes y los gorriones fueron a ver a Avión, y se dieron cuenta de la molesta coincidencia. Los gorriones se indignaron y amenazaron a Avión de retirarse  si los Zopilotes no se iban. Avión trató de calmar a todos con su particular silbido. Todos los demás callaron. Luego Avión tomó un brazo del rosal y lo levantó para descubrir una pequeña lápida que decía que ahí  yacía un gorrión cristiano. Los gorriones casi se desmayaron al ver la tumba del tamaño de un palmo; por su parte, el zopilote que enterró al gorrión muerto se escondió detrás de su madre. Mientras tanto, los gorriones se arremolinaron en torno a la tumba y rezaron padres nuestros y aves marías. Luego, se cubrieron con una capa negra para mostrar dolor y dijeron retirarse de ahí.
Avión los detuvo antes de que echasen a volar y les contó que aquel zopilotito le había dado cristiana sepultura al avecita muerta. Los gorriones callaron, miraron a los zopilotes como diciéndoles "gracias" y se marcharon volando a paso de marcha mortuoria. Cuando Avión se giró para ver a los zopilotes, únicamente encontró a un zopilotito muerto, con la cabeza torcida y los ojos bien abiertos.
Los zopilotes adultos se habían echado a volar, y de ellos no quedaba ni rastro. Segundos después, Avión tomó al zopilote entre sus manos y se lo llevó al jardín de su casa para enterrarlo. Sus padres lo descubrieron, lo regañaron y le dieron manotazos para que no se le pegara lo sucio de los zopilotes, de todas formas, un animal carroñero que come carne no valía la pena de darle sepultura.
Madre, le dijo Avión, nosotros comemos carne, somos carroñeros y no nos merecemos la sepultura.
Al día siguiente, Avión amaneció muerto. Nadie lo quiso enterrar y en su cuarto se descompuso hasta que la historia lo enterró en la memoria de los que nada quisieron contar. Como a mí la muerte me carcomía, decidí irlo a buscar a aquella casa. Recogí sus huesos sin carne y los enterré... No dudo que en este momento, la gente me ande buscando para darme muerte, y dejarme sin sepultura.

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