Acá una usuaria responde en Yahoo Answers que la palabra Califa
equivale a caliente, calenturiento, en un sentido vulgar; otra dice que lo
lea de arriba para abajo, no entiendo; otro usuario, esta vez un hombre explica
que en la Ciudad de México se le dice
Califa a la persona que pasa en los arrabales, bailando danzón y grupera en
el California Dancing Club, por el metro Portales; ahora, en la Mejor Respuesta
(elegida por quien preguntó) se lee un tal Albert
que presenta primeramente su oriundez orgullosamente chilanga, y a
continuación, iguala la palabra Califa
con padrote, el que mueve a las prostitutas, y agrega con erudición que el
término comenzó a ser utilizado allá por los cincuentas, sesentas. Y remata: “Tengo
el libro Noche de Califas de Armando
Ramírez y ¡está buenísimo! te lo recomiendo.”
Me planté frente a la computadora desde noche y ya
amanece. Tengo el tiempo corto para entregar un análisis de la novela “Noche de
Califas” de Armando Ramírez, y todavía no hallo por dónde empezar. He cavilado
en quizá iniciar con una cita que deje perplejo al que la lea y lo distraiga de
lo pésimo que es mi abordaje, o quizá transcribiendo un párrafo de la obra y
así, sienta que Armando Ramírez me lleva de la manita a estudiar su texto. Intento
ambas cosas y resulta todavía más pésimo mi abordaje, así que opto por seguir
buscando información sobre el libro: alguna reseña, alguna crítica del libro,
biografías o semblanzas del autor; dónde estudió, cómo fue que publicó, qué
semejanzas tiene con otros libros, y lo más importante: por qué en lo vasta que
es la internet, apenas aparece su nombre asociado a la novela que yo intento
diseccionar para estudiar mejor. Uno que otro articulillo aparece ahí, y lo
guardo; no es material del que pueda aprovechar alguna cita, simplemente se me hace
interesante y ahí va: a pestaña de marcadores.
¿Qué más? Que leí que a la obra la adaptaron a teatro (independiente y de
compañía) cosechando éxito entre los espectadores. ¿Y ya? Así es, no hay
información suficiente, no hay reseñas por doquier como yo me lo esperaba, no
hay críticas que logren orientarme en una buena dirección de abordar el
análisis narrativo de la novela. Es cierto lo que leí en esa página que mandé a
marcadores —y que soy tan holgazán que no pienso buscarla en la carpeta del
explorador— que decía, más o menos, que Armando Ramírez era un escritor que
había sido relegado a los escaparates más modestos, a la editorial que no le ha
rendido homenaje en honor de cumplir tantos
años de haber debutado en el campo literario, e incluso, rumoraba que
ciertos eruditos, letrados y demás personillas de guante y puro, despreciaban,
repugnaban su literatura, y aun más, veían con malos ojos a las personas que
insistieran en leer a ese... impuro. Al leer esto no supe si estar de acuerdo o
en desacuerdo. Sin duda Noche de Califas aborda
una temática que puede ser impura o detestable para los dogmas que como que
quieren ser fehacientes en la moral colectiva: la prostitución, el sexo
promiscuo y la noche de antro, pero eso sólo
aplica en esta realidad, aquí
donde todos vivimos y nos movemos y platicamos, etc., mas no en la ficción.
Pienso, en los libros es otra cosa, en los libros y en la imaginación es-otra-cosa. Aquí no entran cánones que
digan que tal cosa debe ser llevada así o asá, o que los temas deben limitarse
a unos cuantos. Bien hizo Armando Ramírez el declarar alguna vez a la prensa
que debemos recuperar esa necesidad de contar historias tal y como nuestros
abuelitos hacían cuando nos sentaban sobre sus muslos y divagaban sobre
historias los llanos amplios de su imaginación y experiencia. Creo que fue exactamente
esa evocación del cuentacuentos lo que instó a Armando Ramírez llorar una
historia —como denomina Kevin Brooks el hecho de narrar— tan visualmente
conmovedora y la llamara Noche de Califas —novela publicada por primera vez en
1982 por la editorial Grijalbo—, pues bien, apenas entrado en la lectura de las
primeras páginas, una enérgica descripción de cuán terrible puede ser contener
por mucho tiempo algo que propugna ser contado, sea para aplacar el ansia, o
mirar ya desde lejos lo sucedido, demuestra que a pesar de lo que sea, de las
implicaciones narrativas o de la remembranzas personales, el cuentacuentos siempre
se sale, y se saldrá con la suya.
La novela inicia con un prólogo y un epílogo que no
son marcados como tal, pero que constituyen desde la primera línea una
construcción de cómo fue la cadena de implicación en la historia, y de cómo fue
que acabó todo de una manera sórdida e imprevisible. Está Sugi, narrador en
segunda persona indicativo, quien se sienta frente a su Olivetti y trata de
hacer brotar de su recuerdo aquella Noche de Califas que marcada al rojo vivo está
en su sentir. No pasa mucho tiempo cuando por fin las palabras comienzan a
llenar las hojas blancas, las hojas blancas se convierten en ventanas como sus
ojos, y a sus ojos se sublevan los recuerdos que, Sugi sabe bien, pudieron
haber ocurrido de otra manera.
Y
tú estás frente a esta máquina hundiéndole los dedos, afanándote por recordar
todo tal cual; aunque íntimamente sabes que te estás traicionando porque nunca
vas a saber a ciencia cierta si así sucedió. Pero qué le vas a hacer si ya no
puedes aguantar más estas ganas inauditas por decirlo a alguien más que a tus
amigos, porque, a lo mejor, es una forma de deshacerte de esta obsesión, de
estos fantasmas que en tus sueños se aparecen y te persiguen arrojándote a las
calles solitarias...[1]
Y es que la realidad se reinventa al ser narrada, y
el que escribe debe saberse atenido a esa ley si quiere que el momento a ser
escrito se rinda y se plasme solito con palabras en una historia. Armando
Ramírez no es el único que ha logrado presentar ese precepto en su narrativa.
Tomás Eloy Martínez también concibió que su tarea de escribir la historia de
Eva Perón en sus últimos días —y del éxodo que sufrió su cadáver resuelto en no
dejarse enterrar si no era de la mejor manera— iba a estar infranqueablemente
limitada por la realidad porque “todo relato es por definición, infiel. La
realidad, como ya dije, no se puede contar ni repetir. Lo único que se puede
hacer con la realidad es inventarla de nuevo”[2],
porque en parte porque el escritor “es güevon [...] y en parte porque le gusta
imaginarse las cosas.”[3]
A medida que avanza Sugi en la reconstrucción de la
historia, de la que se aleja magistralmente narrándola en segunda persona, como
hizo Carlos Fuentes en Aura, vamos
viendo nosotros a través de sus ojos no solo la noche aquella, —como bien
dijeran los Ángeles Negros— de debut y despedida, en la que Sugi y la Muñeca
escoltaron al califa más respetado en el bísnes de la prostitución al lugar
encendido por el calor de la feromona y el aroma ondulante a sexo, donde en un
ir y venir de analepsis y prolepsis como destellos cegadores de una escena a
otra, Macho, el Califa Mayor, llega al límite desesperado de saberse
enamoradamente obsesionado por una mujer que fue echada a volar antes de tiempo
como una paloma —causándole la muerte— a manos del Conde (otro padrote de menos
presencia), hombre de medio talante a quien el Macho ama y odia al mismo
tiempo.
Sugi lo sabe. Lo sabe ahora que lo escribe, y se da
cuenta de que siempre supo que en el ambiente se sentían vibraciones que
apercibían un funesto desenlace para el final de la noche. ¿Pero qué hizo?
Nada. Simplemente se plantó a un lado del Macho para notarse que andaba con
gente de arriba, con gente importante en el arrabal lodoso de la Merced; y dejó
que la noche siguiera con la orquesta al frente del escenario, las iluminación
que ciega las sombras del miedo y la cursilería —por considerárseles aciagos
sentimientos en un lugar como aquél—, se sucedieron las pláticas, los
encuentros, los choques de miradas llenas de rencor y amor entre el Conde y el
Macho... Entonces que uno se planta, y el otro que le sigue el juego. El uno y
el otro ya bien sabían que esa era Noche de Califas, y que la única forma de
terminar el juego no era con calentaditas ni castigos: un error de Califa
costaba la vida, ni más, ni menos. Así era aquello, sólo que en este caso, el
error había sido de los dos. ¿Entonces habrían de morir los dos? En cierta
forma sí, pero cada quien pagando lo que más le valía. El espectáculo épico, ya
de pie los dos, con sus navajas empuñadas y la idea de que todo terminaría ahí;
se dio el duelo por la venganza y el honor. Porque dos cuerpos no pueden ocupar
el mismo espacio.
Un
bolero ya de edad grande me miró y me dijo señalando a ese hombre: “ese, así
como lo ve, fue un padrote; dicen que el
mejor de La Merced. Galán, califa mayor; no’mbre, ni migajas quedan. Dicen que
recibió un castigo divino; que se volvió loco por una mujer...[4]
Lo que más impresiona de la obra es un
interesantísimo factor de estudio: El lenguaje de la narrativa se presenta como
una aproximación al habla común de los oriundos del Barrio Bravo, es decir, es
obsceno, perspicaz y terriblemente directo; no se anda con rodeos: las cosas se
dicen sin más, sin importar que vengan ya de una mujer o de un hombre. En
cierta parte, que es un diálogo entre dos figuras de remembranza femenina,
palabras de tórrida alusión de acento sexual se hacen presentes:
Macho
lo vio, me agarró por la cintura y le dijo: Mi vieja... Conde siguió riendo, se
sacudió las nalgas y los tres comenzamos a caminar. Ese día me dieron una cogida
entre los dos, pocas veces he disfrutado de dos hombres juntos como esa vez,
era como si fueran uno[5].
Desde la lejanía de un ambiente claustral en
cualquier otro espacio, la cita anterior puede sonar impertinente y con buena
carga de sentido vulgar, pero desde el interior de las páginas no puede más que
exaltar el amor y representarlo en la compartición del bien carnal: una
comunión entre el padre que enseña a su hijo a seguir las artes del placer.
Armando Ramírez, originario del Barrio Bravo, supo
como sumergir al lector en su historia más con la herramienta de utilizar el
lenguaje hablado en aquel lugar, que con las descripciones de los escenarios y
de las calles, hace que el imaginario del lector aprenda a colocar cada pieza narrativa
en su lugar, y hacer converger muchas historias e imágenes en una sola, donde
no hay desenlaces cerrados, ni certezas absolutas. Donde la vida continuó
porque así es la vida, siempre continúa... no tiene finales.
Una rápida revisión al texto: ortografía y demás.
Creo que he terminado.
El libro me gustó.
Lo recomiendo.
[1] Ramírez, Armando, Noche de Califas, México, 1982,
Grijalbo, pp 10, 11.
[2] Eloy Martínez, Tomás, Santa Evita, México, 1995, Editorial
Planeta, pp. 96.
[3]
Ramírez, Armando, Noche de Califas, México, 1982,
Grijalbo, pp 8.
[4]Ramírez, Armando, Noche de Califas, México, 1982,
Grijalbo, pp 103, 54
[5] Ramírez, Armando, Noche de Califas, México, 1982,
Grijalbo, pp 54.
Excelente análisis, acabo de terminar la novela, quedé con deseos de comentarla con alguien y empecé abuscar en Google y me encontré con este estudio sobre esta magnífica novela, que no me explico porque ya no la editan y si sacan otros libros que no vale la pena leerlos.
ResponderEliminarExcelente análisis, acabo de terminar la novela, quedé con deseos de comentarla con alguien y empecé abuscar en Google y me encontré con este estudio sobre esta magnífica novela, que no me explico porque ya no la editan y si sacan otros libros que no vale la pena leerlos.
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