jueves, 19 de abril de 2012

Decisiones al pensar en mi seguridad. Rendición. Adiós a Creación.

Okey, ¿de qué escribiré hoy? Vale, no tengo en realidad ningún tema en especial. La verdad es que ni siquiera sé si este es el medio por el que debería expresar lo que sucede: lo que me sucede, pero como ya saben ustedes —lo he mencionado— cuando escribo me entiendo. Espero que esta vez pase igual y logre, al final, entenderme. Y es que para ser sincero, he intentado entenderme de otras maneras como leyendo, oyendo a Mahler, viendo pasar las cosas, observando los detalles del mundo y teniendo diálogos internos en los que aparecen dos personajes: yo y un contra-yo, que es un Hindemburg que se autocritica, como si fuera una persona totalmente diferente, y que mantiene discusiones en veces, acaloradas. A decir verdad no tengo claro cómo es que hago eso, cómo es que me hablo a mí mismo como si me desenvolviera en alguien más... no sé. Lo único diáfano en mis cavilaciones es que en la mayoría de los casos llego al mismo punto: aunque critique, les dé vueltas a mis ideas y trate de establecer un término medio, siempre acabo sabiendo que por más heterónimo que me quiera imaginar, la última decisión la tomo yo. El yo que está caminando por el mundo de allá afuera.
Bien hizo David el aconsejarme que experimentara lo que desconocía. ¿Y qué se supone que iba a experimentar? Intenté buscarlo, no lo hallé, pues es obvio que no se puede encontrar algo si no se sabe primero qué es lo que se busca. De cualquier modo todo terminó en que las experiencias llegaron solas cuando dejé de perseguirlas con afán.
Todo se derivó de una noche en la que fumé marihuana. Soy sincero, siempre tuve curiosidad de saber qué se sentía fumar marihuana, porqué todos alucinaban (tómelo literal y no tanto) con maría. Imaginaba que sería sentir un cigarrillo multiplicado, no sé, tres veces. Y para empezar, ni siquiera el sabor, ni la forma de fumarlo, se asemejaban al cigarro perfectamente liado de fábrica. Un aroma a pasto quemado, a hierba seca que se consume, a un humo filoso que descamó mi garganta y mis pulmones a la primera y única inhalada... bocanada, más bien, porque aspiré el humo como quien se está ahogando en el mar. Pasaron minutos, no sentí nada más que un broncoespasmo doloroso que aminoró al paso de un rato. Era una fiestecilla de párvulos que se creen mayores: sillas rodeando un fuego, aroma etílico de cerveza y alientos confundidos con la madera quemada; el frío de estar cerca de un bosque en donde la luna no alcanza penetrar su luz. Sentado junto a la que esa misma noche dejaría de ser mi novia, miraba crepitar la lumbre: chispas rebotaban al aire y se iban ligeras al cielo sin apagarse. Un velo oscuro se descorrió por mis ojos y cayó una pesada noche, también ardió una taquicardia en mi pecho, y de sopetón, brilló de nuevo la fogata amplificada. Aterrado por un pulso acelerado (la vaga idea de tener ahí mismo una taquicardia ventricular fulminante) me hizo salir disparado de mi asiento desplegable y andar alrededor de la reunión, intentando disimular mi espanto, hasta que oí a lo lejos los pasos de Alejandro, mi hermano putativo. Le pedí, angustiado, con el rostro descompuesto en horror, que me llevara al hospital. Pero él ya sabía lo que pasaba, y se rehusó a atender mi súplica con un desdeñado “es normal, así pasa, así se siente”. Seguí buscando atención, de mi novia, de mi amiga enfermera, de mi amigo paramédico. “Es normal, así pasa, así se siente”. De pronto caí en la cuenta de que mis acciones estaban siendo actuadas deliberadamente. No pensaba lo que hacía, sólo lo hacía, y entonces lo pensaba y me preguntaba qué había hecho primero. Pensaba lo que pensaba, y pensaba lo que estaba a punto de pensar, para pensarlo, y al hacerlo pensarlo nuevamente —no sé si me entienden. Total, la noche se plagó de episodios en los que estaba totalmente consciente de mi estado, y lo aceptaba con relativa pasividad; y otros en los que dudaba si algún día saldría de ese estado, o me atormentaba imaginándome en el limbo, ya intubado en la sala de choque de algún hospital cercano, con aminas vasopresoras y un pronóstico funesto a corto plazo, ¿estaría soñando, o serían estúpidas especulaciones mías al no poder controlar mi imaginación?, de cualquier modo, mis latidos cardiacos se aceleraban y un pánico helado se apoderaba de mí. Todavía atemorizado, en la transición del terror a la calma relativa, llamé a mi novia y le pedí que termináramos la relación que duró alrededor de siete meses, ¿razón?, creo... que no es justo mantener una relación de efímero contacto, platicas apenas y salidas esporádicas, y un futuro, como la vida, terriblemente incierto. Como me lo supuse, ella lo sintió como una bofetada, como algo repentino, crudo e insensible de mi parte, grosero, quizá. Lloró, sí lo hizo, y eso fue lo que más me dolió. Pero de eso hace ya pocos días más de un mes. Ahora ella sale con el hombre a quien yo hubiera confiado mi total existencia, y del cual, ahora ya no sé qué pensar, ni a qué voz hacer caso.
Y no sé si son sensiblerías mías, pero desde el rompimiento, los amigos que tenía por ella (gracias a ella entré a PC) se mostraron, en primer momento, decepcionados y distantes; hoy sólo se muestran distantes, y eso me parte el alma. Porque, como leo ahora en Lucas de Kevin Brooks, yo puedo ser una persona a la que no le importa lo que las demás personas piensen de mí, pero cuando se trata de una persona (o personas) a las que respetas o amas o admiras (o respetas Y amas Y admiras) la cosa cambia radicalmente. Y sí, me importa lo que mis compañeros de Protección Civil piensen.
Pertenecer a Protección Civil, como voluntario, fue extender el alcance de mis acciones como ciudadano, aprender a ser un eslabón eficiente en el trabajo de conjunto, aceptar que soy un ser con bastas limitaciones, pero también con muchas capacidades que explotar. Pero lo más importante, y razón por la que guardo a Protección Civil en mi alma, es que estuvo allí cuando mi familia me descartó todo su apoyo. Sí, es por eso que verlos distantes me rompe el alma.
 Y así estaba, vulnerable, triste, llorón hasta porque la mosca atravesaba la estancia, cuando me di cuenta de que ya no podía hilar una sola oración de tres partes. De pronto las palabras que escribía no tenían ni pies ni cabeza, ni inicio ni término. Era como si también las letras se hubieran alejado de mí. Lo más preciado que tenía estaba distante, arisco a que lo tomara e hiciera de él el todo. El lenguaje estaba resentido conmigo. ¿Y qué haces cuando, deprimido, ojeroso y sin esperanzas, te das cuenta de que todo lo que más  quieres en el mundo está asiduo en NO ir en tu ayuda? Lo que yo hice fue alejarme de todo y tratar de no pensar en nada más que la Semana Santa se corriera como una canción acelerada. Abrir y cerrar los ojos, y rehilar la existencia monótona. Sin embargo, no pasó así. La semana se hizo eterna, y también la consecutiva. De vacaciones en el hospital, en la escuela, viviendo en una casa en donde se produce el sopor mismo de los días pegajosamente acalorados, todo en lo que me convertí fue en un completo holgazán que leyó, por fechas santas, El Evangelio de Lucas Gavilán de Vicente Leñero, un libro que me es tan especial porque fue el primer ejemplar “para grandes” que leí a la edad de 8 años. Si una novela tan magistral como esa me consintió cuando todavía tenía miedo de bajar al váter por la noche, que no me consintiera ahora hubiera sido ilógico. Ese libro amado fue lo que me mantuvo con vida casi artificial, porque entonces yo no estaba echado en la cama leyendo un libro, sino en la república de México andando tras de los pasos evangélicos de Jesucristo Gómez. Cerraba el libro y entonces podía vivir un poquito más, y tener tiempo para pensar en lo que vendría.
Pensaba en lo que había planeado una semana atrás. Había ido al Instituto a solicitar mi ingreso en la Licenciatura en Enfermería y Obstetricia. Pero, ¿por qué lo había hecho? Simple: descubrí que yo no tenía la madera para ser escritor. Al menos no ahora. Hallé en mi interior, dejando de lado cualquier pensamiento que pudiera contaminar la sinceridad conmigo mismo, que para ser escritor se necesitaba un valor y un coraje y una inteligencia superiores, casi divinos, sobrehumanos. Yo no los poseo. Ni tengo valor ni coraje ni inteligencia aunque mis relativos insistan en que soy un geniecillo. No, no soy ningún geniecillo. Lo sé y lo acepto. Quizá nunca me convierta en escritor, quizá nunca pueda dominar el lenguaje como los grandes literatos. Quizá nunca escriba un texto de calidad, ni mucho menos un texto literario. Un profesor me ha dicho que quizá nunca escribí literatura, pero que en la universidad podría descubrir si sería capaz de hacerlo algún día. Yo creo que no. Mi vida no puede estar delimitada por el azar. Necesito cierta seguridad, cierta... cómo decirlo... cierta certeza de que haré algo bien, porque si no tengo esa certeza, el mundo se me viene abajo, como un cristal que se desgaja ante un golpe de pelota. Por eso decidí que mejor estudiaría la Licenciatura, lo que no significa que vaya a desertar de la literatura eternamente. No, sólo por el momento. No quiero que de la literatura dependan las gravísimas presiones de un patrimonio que anhelo, o que, invariablemente, necesito. Considero que la literatura, la buena literatura, debe ser totalmente libre. Como dice Virginia Woolf (en otro contexto, claro) se necesita un cuarto propio y quinientas libras al año. Yo no tengo lo uno ni lo otro. Y la única forma de lograrlo es teniendo una seguridad, que en mi caso no supone una obligación forzada porque amo también la enfermería. Por ahora todo es cuestión de seguridad. Ya vendrá el tiempo en que podré realizar libremente una buena literatura. Por el momento leeré, leeré cuanto pueda y ejercitaré la pluma... y algún día estaré en forma. 

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