Hoy es mi último día en el hospital H porque ayer renuncié.
En realidad presenté a mi jefe la renuncia el viernes pasado, pero no fue hasta ayer lunes que firmé la dimisión y puse en regla mi salida. Fue simple. Después de casi dos años de trabajar aquí, firmar la exoneración fue una tarea bastante sencilla. Bastó con rellenar una encuesta sobre los motivos de mi renuncia, anotar dos veces mi nombre y firmar también dos veces. No hubo lágrimas ni sentimientos de culpa o arrepentimiento. Renunciar era algo que debía suceder, así que no podía postergar más la conclusión de mi ciclo laboral. Sí, escribiéndolo así, leyéndolo así, este párrafo deja muchas dudas. ¿De dónde estoy renunciando? O, quizá, debería empezar ¿Dónde demonios es que trabajé por casi dos años? Mejor aún: ¿qué sucesos siguieron a aquella noche cuando nevó en Peterwall?
Luego de que la huelga tomara la Universidad me encontré sin hacer nada más que revisar videos bobos en Youtube y pasarme el día entero en Facebook. Se proyectaba un gran receso de clases. Pronto me aburrí de ser un parásito viviendo en la casa de mi tía, pues la rutina era levantarme, bañarme, desayunar, abrir las hojas del portátil,.., esperando que llegara la hora de comer... ¡hastío! Algunas veces, en mi rutina se añadía el sacar a pasear al perro. Y la huelga continuaba. Las partes confrontadas no llegaban a acuerdos, mientras un semestre pasaba y los más optimistas tomaban clases en la periferia universitaria, bajo el plomo del sol, aún con la esperanza de no ver perdido su valioso tiempo universitario. Yo no tuve esperanza en que el semestre se salvara, de manera que, una mañana soleada, hice a un lado las páginas de videos y busqué trabajo de enfermería.
Se desplegaron ante mis ojos decenas de ofertas de empleo, cerca y lejos de donde vivía. Ofrecían sueldos muy variados y funciones aún más variadas. Me decidí por anotar tres posibles lugares donde quisiera trabajar, y donde al parecer el sueldo no era malo. No para pasar el rato, mientras esperaba que la huelga cesara, y fuera tiempo de volver a las aulas.
Armé mi resumen laboral, añadiendo los cursos, congresos, seminarios e idiomas que había estudiado para la vida laboral que me proyectaba desde años pasados. ¿Sería ahora el momento de cortar el listón inaugural de la carrera y el escalafón? A la mañana siguiente dejé mi resumen laboral en una clínica y en el hospital H. Es momento de hacerlo, pensé.
Las puertas del hospital H eran traslúcidas, la iluminación de la recepción era brillante y acogedora sobre la pintura pastel que recubría las paredes del corredor principal. Vestido en el uniforme de enfermería, con una camisa debajo de la filipina y con corbata roja, me acerqué a la recepción, en donde declaré mi intención de laborar allí. ¿Por qué allí? Qué fuerza me llevó a enamorarme casi instantáneamente de ese lugar. ¿Eran sus puertas traslúcidas? ¿Lo acogedora de la recepción? ¿La cercanía olímpica con el Castillo de Chapultepec?
Le dejé a la recepcionista el currículum. Me dijo que me llamarían. Agradecí la atención y salí a la calle. Era muy temprano. Sentí que la búsqueda de trabajo había terminado demasiado pronto, o que no había terminado, siquiera había empezado.
No me llamaron. Yo devolví, luego de dos días sin respuesta de su parte, la llamada. Me dijeron que se había traspapelado, pero que podíamos hacer una cita. Después de la cita vinieron las evaluaciones, la técnica y la psicométrica. Luego la recopilación de documentos adultos como el Afore y el Número de Seguridad Social. En menos de una semana estaba firmando mi primer contrato labora con una empresa. Y el martes de la semana siguiente, me presenté, ligeramente temeroso por la incertidumbre de haber cortado el listón y tener por delante un camino que parecía no llegar a ninguna parte, sólo alejarse y perderse en el horizonte conforme iba avanzando.
El servicio al que ingresé fue, sí, lo que yo siempre había querido: Urgencias. Me asignaron al servicio de Urgencias y desde allí tantee el camino por el que andaba dando uno que otro traspié. No tropezaba, ni dudaba, e incluso llegué a no temer las situaciones críticas ni a atreverme a hacer cosas que mis compañeros no hacían. Y esto no lo menciono con ánimos de situarme sobre un pedestal. Lo escribo para que en el futuro, cuando lea esto de nuevo, sepa que aquello que me impulsó a crecer como profesional fue el valor y valentía que, aunque no se hacen evidentes las 24 horas del día, brotan a piel cuando las circunstancias así lo requieren.
El primer día de estancia en urgencias me enteré de los planes que tenían para mi. Una semana después esos planes se confirmaron. Me llamó la Jefa, y yo acudí. Era para informarme que debía presentarme en el turno nocturno. Cubriría las noches de los martes, jueves, sábados y un domingo cada quince días. Yo había deseado algo así desde el principio, y la propuesta en ese momento me pareció de lo más oportuna. Tendría tiempo por las mañanas y las tardes de ocuparme en lectura, escritura, o si la huelga terminaba, en la universidad.
Al cumplir mi primer mes en el hospital H ya había establecido relaciones amistosas con varios colegas. Resalta, sin embargo (siempre debe resaltar alguien que hace más llevaderos los turnos y las horas que los conforman), una graduada llamada Helen. Ella era una madre de no más de veinticinco años, de tez clara y complexión un poco gruesa. La actitud que enarbolaban sus brazos, cabello y ojos cafés claro era la de una líder nata. Me resultaba apabullante ver tanta viveza en la voz de Helen, y de sentirme, por así decirlo, bajo la directriz de una enfermera sin miedo a la sangre, a los paros cardiacos, a los traumatismos o a las situaciones tensas entre los familiares o médicos insolentes; y del mismo modo que tenía gran energía y temple, tenía una enorme tolerancia con aquellos que lograban insertarse en su corazón. Yo lo logré. A pesar de que teníamos temperamentos muy distintos, y que algunas veces no alcanzaba a entender su mundo, sus expresiones o sus palabras dichas rápidamente, nos convertimos en muy buenos amigos.
El desayuno se tornó entonces en una ritual post-guardia. Cada mañana, al terminar el turno, suspirábamos satisfechos de otra gran noche, nos metíamos en el elevador hasta el segundo piso, y andábamos hasta el restaurante, donde probaríamos la delicia de un café matutino recién colado, un pan con mantequilla y mermelada de fresa, y molletes con abundante queso derretido, enchiladas consistentes o huevos en todas sus álteres disponibles en la carta. Resultaba que algunas mañanas la pesadez del desvelo nos hacían hablar muy poco, acurrucarnos juntos esperando el café, como gatos cuando hace frío, y sentir la presencia de ambos. Yo la de ella, la de una gran amiga. Esos momentos de descanso resultan, ahora que los evoco, preciosas experiencias que podré recoger, con enorme ánimo, en los días que vendrán.
Había doctores de toda clase: unos altos, otros bajos; unos con barba, otros pelones; unos guapísimos, otros no tanto; pero de entre toda la gama, también resaltaba uno: Ron. Ron era un estudiante de especialidad que, cual Dr. House, hacía el diagnóstico diferencia en voz alta, involucrando a todo su equipo disponible, el cual me integraba a mi también. Tras algunos meses de trabajo, pudo Ron declarar que estábamos todos preparados para cualquier situación, y que confiaba plenamente en las competencias de nosotros. Ron tenía razón. Cuando durante sus breves ausencias en las que tenía que atender sus necesidades humanas, y se presentaban emergencias reales, Helen y yo las abordábamos con la maestría sincronizada con que las clavadistas ganan medallas olímplicas. Llegaba Ron y ya cada uno de nosotros teníamos cubiertas las necesidades del paciente. Eran grandiosas guardias.
Así como descubrí que trabajando me sentía un ser productivo, protegido y perteneciente a un equipo médico, descubrí también que el hospital H al ser un hospital privado, no era más que un lugar de lucro, donde la administración anteponía los intereses monetarios a los humanos. Y los pacientes eran para sus ojos monedas y billetes que no tenían otra función que la de sufragar las cuentas millonarias cuando el médico los declarara capaces de abandonar el hospital, o bien, firmaba el certificado de defunción.
Era feliz. Descubrir que el trabajo me daba satisfacción me hizo buscar un empoderamiento de la seguridad relativa que había alcanzado. Empecé a comprarme libretas, libros, ropa, etcétera. Probé comida nueva y cafés exóticos. Visité lugares geniales, otros no tanto. Todo estaba al alcance de pasar la tarjeta. ¿Qué grandes dificultades podía enfrentar un niño de 19 años? Entonces conocí a Jörgen.
Jörgen era Argentino.Sí, algunos de los prejuicios que hacen de ellos eran bien manifestados por Jörgen. Otros no tanto. Porque Jörgen había venido a pasar una estancia en la Universidad Metropolitana, y de casualidad se había topado conmigo. Era rubio, alto, muy delgado, casi enclenque. No pasaron horas de nuestro encuentro para que empezáramos a hablar sobre cuestiones de la política argentina. Él se apasionaba en esos temas, y hablábamos por horas, hasta que en Reforma o los cafés llegaba la tarde, y luego la noche, cuando tenía que ir al hospital. Jörgen se ganó mi estima, y creo que yo la de él. Me dijo una vez que lo hacía sentir en casa, y ya no tan solo como lo estuvo antes de conocerme. Esa revelación me causó un gran desconcierto. Y es que al paso de los días, estaba más cerca la fecha en que él abordaría un avión y regresaría a Mendoza. Así que, de pronto, decidí alejarme para evitar sentir el dolor de una partida. No negaré que aprendí mucho de Jörgen. Lo principal: me enseño a afrontar la vida, y a defender la soberanía de uno mismo de la crueldad de los demás. Entonces decidí defenderme, y comenzar a vivir solo.
Llegó mi cumpleaños número 20, y mi regalo fue una sanción por haberme quedado dormido durante la guardia. Asumí el castigo, y de un día para otro, mi turno cambió al matutino. Comencé en esas fechas a hacer turnos de 16 horas. Inicié también un diplomado en Terapia Intensiva. Comencé a sostenerme por mí mismo y a afrontar la vida que había decidido abrazar. Trabajaba y estudiaba. Era pesado, y mi cuerpo resintió la presión de la empresa. Y acabé en el Instituto de Nutrición con una crisis hipertensiva.
Pensé entonces, al terminar las prácticas de Terapia Intensiva, en dejar el hospital y volver a Toluca. Así que comencé a preparar mi retiro y buscar trabajo en la región. Por supuesto, lo conseguí. Obtuve un lugar en el Centro Médico I. Estuvo todo preparado.
Pero, un día, durante un curso de Trauma, la trama comenzó a cambiar. La Jefa me comentó si estaba interesada en el puesto de Epidemiología. Le dije que sí. Quería aprender. Tenía ambiciones de hacer más cosas, y de enseñar a mis colegas a hacer las cosas de manera segura. Quería enseñarles, y hacerles ver que Enfermería era un bello universo de conocimiento, amor y arte. Semanas más tarde me ofrecieron formalmente el puesto. Y acepté. Esa decisión significó dejar los planes de ir a Toluca y, por supuesto, dejar atrás el lugar que había conseguido en el Centro Médico I.
Pero no resultó lo que yo imaginé. El 98% del cuerpo de enfermería estaba empecinado en no aprender más, y en no dejarse guiar por la ciencia. Decepción tras decepción. Vaya que quedé muy decepcionado de los enfermeros y enfermeras que hay por ahí en el mundo. Hasta ahora no logro comprender sus motivos para adoptar esa renuencia de aprender y descubrir grandes cosas.
Como una curva gráfica, empecé a descender hacia los valores más bajos, y pronto, desmotivado, decidí renunciar y empezar de nuevo. Lo cual no significa esto: fracaso. En absoluto... significó aprender y decidir lo que no quier hacer con mi vida: desperdiciarla con personas que no tienen el mínimo interés y respeto por la ciencia.
Renuncié, pero gané. Triunfé. Hice lo que quise hacer cuando lo quise hacer. Y ahora hago lo mismo. No permito que las circunstancias tomen el mando de lo que confiere completamente a mi voluntad.
Ya regresé a Toluca. Recuperé mi libertad. Recuperé mi vida.
José, eres libre. Estás junto al amor de tu vida. Y todo estará bien.
Recuerda: mañana tienes una entrevista de trabajo.
El servicio al que ingresé fue, sí, lo que yo siempre había querido: Urgencias. Me asignaron al servicio de Urgencias y desde allí tantee el camino por el que andaba dando uno que otro traspié. No tropezaba, ni dudaba, e incluso llegué a no temer las situaciones críticas ni a atreverme a hacer cosas que mis compañeros no hacían. Y esto no lo menciono con ánimos de situarme sobre un pedestal. Lo escribo para que en el futuro, cuando lea esto de nuevo, sepa que aquello que me impulsó a crecer como profesional fue el valor y valentía que, aunque no se hacen evidentes las 24 horas del día, brotan a piel cuando las circunstancias así lo requieren.
El primer día de estancia en urgencias me enteré de los planes que tenían para mi. Una semana después esos planes se confirmaron. Me llamó la Jefa, y yo acudí. Era para informarme que debía presentarme en el turno nocturno. Cubriría las noches de los martes, jueves, sábados y un domingo cada quince días. Yo había deseado algo así desde el principio, y la propuesta en ese momento me pareció de lo más oportuna. Tendría tiempo por las mañanas y las tardes de ocuparme en lectura, escritura, o si la huelga terminaba, en la universidad.
Al cumplir mi primer mes en el hospital H ya había establecido relaciones amistosas con varios colegas. Resalta, sin embargo (siempre debe resaltar alguien que hace más llevaderos los turnos y las horas que los conforman), una graduada llamada Helen. Ella era una madre de no más de veinticinco años, de tez clara y complexión un poco gruesa. La actitud que enarbolaban sus brazos, cabello y ojos cafés claro era la de una líder nata. Me resultaba apabullante ver tanta viveza en la voz de Helen, y de sentirme, por así decirlo, bajo la directriz de una enfermera sin miedo a la sangre, a los paros cardiacos, a los traumatismos o a las situaciones tensas entre los familiares o médicos insolentes; y del mismo modo que tenía gran energía y temple, tenía una enorme tolerancia con aquellos que lograban insertarse en su corazón. Yo lo logré. A pesar de que teníamos temperamentos muy distintos, y que algunas veces no alcanzaba a entender su mundo, sus expresiones o sus palabras dichas rápidamente, nos convertimos en muy buenos amigos.
El desayuno se tornó entonces en una ritual post-guardia. Cada mañana, al terminar el turno, suspirábamos satisfechos de otra gran noche, nos metíamos en el elevador hasta el segundo piso, y andábamos hasta el restaurante, donde probaríamos la delicia de un café matutino recién colado, un pan con mantequilla y mermelada de fresa, y molletes con abundante queso derretido, enchiladas consistentes o huevos en todas sus álteres disponibles en la carta. Resultaba que algunas mañanas la pesadez del desvelo nos hacían hablar muy poco, acurrucarnos juntos esperando el café, como gatos cuando hace frío, y sentir la presencia de ambos. Yo la de ella, la de una gran amiga. Esos momentos de descanso resultan, ahora que los evoco, preciosas experiencias que podré recoger, con enorme ánimo, en los días que vendrán.
Había doctores de toda clase: unos altos, otros bajos; unos con barba, otros pelones; unos guapísimos, otros no tanto; pero de entre toda la gama, también resaltaba uno: Ron. Ron era un estudiante de especialidad que, cual Dr. House, hacía el diagnóstico diferencia en voz alta, involucrando a todo su equipo disponible, el cual me integraba a mi también. Tras algunos meses de trabajo, pudo Ron declarar que estábamos todos preparados para cualquier situación, y que confiaba plenamente en las competencias de nosotros. Ron tenía razón. Cuando durante sus breves ausencias en las que tenía que atender sus necesidades humanas, y se presentaban emergencias reales, Helen y yo las abordábamos con la maestría sincronizada con que las clavadistas ganan medallas olímplicas. Llegaba Ron y ya cada uno de nosotros teníamos cubiertas las necesidades del paciente. Eran grandiosas guardias.
Así como descubrí que trabajando me sentía un ser productivo, protegido y perteneciente a un equipo médico, descubrí también que el hospital H al ser un hospital privado, no era más que un lugar de lucro, donde la administración anteponía los intereses monetarios a los humanos. Y los pacientes eran para sus ojos monedas y billetes que no tenían otra función que la de sufragar las cuentas millonarias cuando el médico los declarara capaces de abandonar el hospital, o bien, firmaba el certificado de defunción.
Era feliz. Descubrir que el trabajo me daba satisfacción me hizo buscar un empoderamiento de la seguridad relativa que había alcanzado. Empecé a comprarme libretas, libros, ropa, etcétera. Probé comida nueva y cafés exóticos. Visité lugares geniales, otros no tanto. Todo estaba al alcance de pasar la tarjeta. ¿Qué grandes dificultades podía enfrentar un niño de 19 años? Entonces conocí a Jörgen.
Jörgen era Argentino.Sí, algunos de los prejuicios que hacen de ellos eran bien manifestados por Jörgen. Otros no tanto. Porque Jörgen había venido a pasar una estancia en la Universidad Metropolitana, y de casualidad se había topado conmigo. Era rubio, alto, muy delgado, casi enclenque. No pasaron horas de nuestro encuentro para que empezáramos a hablar sobre cuestiones de la política argentina. Él se apasionaba en esos temas, y hablábamos por horas, hasta que en Reforma o los cafés llegaba la tarde, y luego la noche, cuando tenía que ir al hospital. Jörgen se ganó mi estima, y creo que yo la de él. Me dijo una vez que lo hacía sentir en casa, y ya no tan solo como lo estuvo antes de conocerme. Esa revelación me causó un gran desconcierto. Y es que al paso de los días, estaba más cerca la fecha en que él abordaría un avión y regresaría a Mendoza. Así que, de pronto, decidí alejarme para evitar sentir el dolor de una partida. No negaré que aprendí mucho de Jörgen. Lo principal: me enseño a afrontar la vida, y a defender la soberanía de uno mismo de la crueldad de los demás. Entonces decidí defenderme, y comenzar a vivir solo.
Llegó mi cumpleaños número 20, y mi regalo fue una sanción por haberme quedado dormido durante la guardia. Asumí el castigo, y de un día para otro, mi turno cambió al matutino. Comencé en esas fechas a hacer turnos de 16 horas. Inicié también un diplomado en Terapia Intensiva. Comencé a sostenerme por mí mismo y a afrontar la vida que había decidido abrazar. Trabajaba y estudiaba. Era pesado, y mi cuerpo resintió la presión de la empresa. Y acabé en el Instituto de Nutrición con una crisis hipertensiva.
Pensé entonces, al terminar las prácticas de Terapia Intensiva, en dejar el hospital y volver a Toluca. Así que comencé a preparar mi retiro y buscar trabajo en la región. Por supuesto, lo conseguí. Obtuve un lugar en el Centro Médico I. Estuvo todo preparado.
Pero, un día, durante un curso de Trauma, la trama comenzó a cambiar. La Jefa me comentó si estaba interesada en el puesto de Epidemiología. Le dije que sí. Quería aprender. Tenía ambiciones de hacer más cosas, y de enseñar a mis colegas a hacer las cosas de manera segura. Quería enseñarles, y hacerles ver que Enfermería era un bello universo de conocimiento, amor y arte. Semanas más tarde me ofrecieron formalmente el puesto. Y acepté. Esa decisión significó dejar los planes de ir a Toluca y, por supuesto, dejar atrás el lugar que había conseguido en el Centro Médico I.
Pero no resultó lo que yo imaginé. El 98% del cuerpo de enfermería estaba empecinado en no aprender más, y en no dejarse guiar por la ciencia. Decepción tras decepción. Vaya que quedé muy decepcionado de los enfermeros y enfermeras que hay por ahí en el mundo. Hasta ahora no logro comprender sus motivos para adoptar esa renuencia de aprender y descubrir grandes cosas.
Como una curva gráfica, empecé a descender hacia los valores más bajos, y pronto, desmotivado, decidí renunciar y empezar de nuevo. Lo cual no significa esto: fracaso. En absoluto... significó aprender y decidir lo que no quier hacer con mi vida: desperdiciarla con personas que no tienen el mínimo interés y respeto por la ciencia.
Renuncié, pero gané. Triunfé. Hice lo que quise hacer cuando lo quise hacer. Y ahora hago lo mismo. No permito que las circunstancias tomen el mando de lo que confiere completamente a mi voluntad.
Ya regresé a Toluca. Recuperé mi libertad. Recuperé mi vida.
José, eres libre. Estás junto al amor de tu vida. Y todo estará bien.
Recuerda: mañana tienes una entrevista de trabajo.
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