Desde
la noche de ayer me ha rondado por la mente la siguiente frase que E.M. Forster
escribió en su ensayo What I Believe:
Tolerance: “El corazón no firma documentos”. Es aquí donde mil preguntas
que ni siquiera alcanzo a formular, pero que su esencia aparece en el fondo de
mi pensamiento, emergen y se aglutinan como plaquetas en una cascada de
coagulación, de manera que no alcanzo a vislumbrar muchas respuestas, o ya no
se digan respuestas: atinos. Sí, lo sé: “el corazón no firma documentos”. No lo
ha hecho nunca ni lo hará; sé que es un órgano señalado al mediastino, aunque
se encuentre en realidad en el sistema límbico, en el cerebro; y también sé que
siguiendo lo comúnmente aceptado sobre que cada persona siente distinto, es
cierto que nadie puede experimentar una sensación ajena en el cuerpo propio;
tengo éstas certezas, y ahora se les suma lo escrito por Forster porque esto
también es bien cierto. ¿Es posible que un ser humano, igual que yo, o que tú,
o que el presidente o que el taxista, con un historial sorprendente de fallas,
de fracasos, así también de aciertos y vicisitudes de suerte, pueda ofrecer alguna
garantía sobre lo que sea, sobre cuestiones
del corazón? No trato de indagar sobre la versatilidad del pensamiento del
hombre, sino, más bien, escribir hasta dónde mi mente ha sondeado el tema de la
firma cordial. Por desgracia, luego de hallarme con la certeza absoluta de que
el señor Forster tiene razón, no
puedo seguir más adelante; pienso ¡es demasiado obvio!, ¿cómo, pues, vas a
pedirle a alguien que deje en garantía algo que quizá ni siquiera posee, o
siente, o…, lo que sea? Tampoco es posible hurgar en las mentes ajenas, y ver
todo claro si, por ejemplo en mi caso, ni siquiera el dueño de tal masa gris es
capaz de internarse en lo más profundo de sí. De cualquier manera, ésta mañana,
al salir del trabajo, he decidido que quiero escribir también sobre las cosas
más bellas que puedan acudir a mi mente, así, de pronto, sin esforzarme
demasiado en evocarlas o reconstruirlas como un todo. Puede que éste párrafo
quede demasiado largo, y que incluso no termine nunca, pero no me importa y, ¡vaya!,
me vienen dos líneas que anoche, al escucharlas, me hicieron retemblar. La
primera fue ésta:
1. Me
iría con mi hijo incluso hasta el infierno.
La
segunda esta:
2. Vamos
a quitar el brazo de superhéroe.
Explicaré,
o al menos eso trataré, cada una con la poca cordura que me queda luego de
pasármela despierto toda la noche en mi ER. Primero me acordaré de que Proust,
y que en general los franceses, tienen a la figura materna trepada en un palo
muy alto. ¿Qué se puede hacer sin la madre? O más bien, ¿qué queda por hacer
cuando ya no está la madre? Resulta gravísimo que la madre se ausenta de una o
de otra forma. Pero es para mí una peor forma cuando la madre, estando viva,
elige apartar de sí a su hijo, condenándolo al fuego eterno por haber sido configurado
por el universo para sentir afiliación hacia su mismo par heterogéneo de
cromosomas. La biblia, en efecto, nos condena a arder por siempre en Sodoma; el
mundo, a empezar a hacer ascuas aquí en la tierra, mientras todavía
metabolizamos oxígeno. No me tiraré en la tierra como cualquier personita que
se queja de la “sociedad de mente cerrada”, pues me parece entrar en un terreno
de por sí ya viciado, y del cual poco puede ser rescatado, pero sí mencionaré
que cuando escuché a una madre, joven y soltera, una de esas bravas madres, con
la que tengo la suerte de trabajar y a quien me referiré como M., decir que se
iría con su hijo incluso hasta el infierno, no tuve duda de que
así-debería-ser-mi-madre. Para mi mala suerte eso fue sólo un deseo volátil,
insulso, del cual tengo la seguridad de que nunca se volverá realidad porque
¡oh!, mi cabello se empieza a inflamar de cuán pecador soy. (Pero, ¿me interesa
que haya comenzado ya a arder? No realmente; estoy demasiado cansado, con sueño
y con catarro, como para que me importe. Sigamos…)
La
segunda línea la escuché mientras el traumatólogo partía en dos tapas la férula
del brazo de un pequeño de dos años, quien, estoico, permaneció sin moverse, a
la sombra de su madre y al calor de su mano que lo sostenía del pecho, mientras
la sierra aturdía el consultorio cual estruendo interminable de relámpago. Al
pequeño la madre le había dicho durante todo el proceso ortopédico que tenía un
brazo de superhéroe, forrado de dura fibra de vidrio, y de la cual tenía que
hacerse responsable, (cuidarla y no mojarla) porque otros niños no tenían el
privilegio de tener un brazo tan duro. Pero anoche terminaba el encanto. El
brazo había endurecido su hueso, y se podía prescindir ya de la escayola. Me
pregunto si la idea le habrá agradado al pequeño de dos años. Recuperaría su
brazo normal, y ya no tendría que cargarlo con un cabestrillo de tela colgado
del cuello. Tal vez al volver a su casa durmió, olvidó el retiro de la escayola
y siguió su vida: hoy despertó y salió a ver el mundo con sus ojos puros. Nada
había pasado. Quedaría, acaso, el recuerdo de que tuvo un brazo de superhéroe,
pero no de que se partió el hueso en dos y que lo tuvieron que inmovilizar para
que éste soldara. La madre lo había dotado, con sencillas palabras, de un
superpoder: no era más débil, sino más fuerte.
Y
en este punto ya no sé qué más escribir. Dejaré abajo un fragmento de la letra
de You haven’t seen the last of me.
Feeling broken
Barely holding on
But there's just something so strong
Somewhere inside me.
And I am down, but I'll get up again.
Don't count me out just yet
I've been brought down to my knees
And I've been pushed way past the point of breaking,
But I can take it.
I'll be back -
Back on my feet
This is far from over
You haven't seen the last of me.
You haven't seen the last of me.